Cuentos




CASA GRIS

de Canela



Ser cartero no es tan fácil; por empezar no hay que

tener pie plano, es lo primero que los compañeros te

dicen al entrar, porque, eso sí, los carteros son solidarios,
todos son consejos y buenas intenciones siempre y cuando
uno no se meta en la zona del otro.
Me parece que pasaron mil años desde aquella mañana
en la que me entregaron el "paquete" con las cartas de
mi zona, ordenadas por calles y por altura. Yo era nuevo,
así que tuve que manejarme con una especie de plano que
había dibujado con lápiz la noche anterior. No voy a
negar que estaba un poco nervioso, me sudaban las palmas
de las manos de sólo pensar que me podía equivocar
de puerta o de destinatario. O, peor todavía, que me iba a
perder en el laberinto de calles que es Buenos Aires.
Nunca me perdí. Al contrario, en poco tiempo orientaba
a los despistados que querían saber dónde quedaba
Bogotá, la calle que siempre confundían con Bacacay, la de al lado, o buscaban Fray Luis Beltrán, una cortada de
tres cuadras que atraviesa las vías del tren.
Al cabo de un tiempo no sólo conocía todos los vericuetos
del barrio de Flores, sino también todas sus historias.
Historias de buenos y malos vecinos, se entiende.
A mi nariz le gustaba el barrio, el aroma del pan recién
horneado bien temprano, en la esquina donde estaba la
panadería “La Preferida” justo cuando empezaba mi recorrido,
el aroma de los tilos que en primavera perfumaban
el aire y hasta el olor a pis de gato que salía en vaharadas
de las casitas estilo inglés, donde en general había gente
vieja y helechos gigantes que crecían al amparo de la
humedad de los pinos.
En esas casas tenía que ser paciente, las dueñas salían
refunfuñando envueltas en rotosos saltos de cama y en
chancletas, entre gatos que maullaban y saltaba alrededor
de ellas. Paciencia a mí me sobraba y curiosidad también;
solía quedarme parado en la vereda cuando alguien recibía
una carta muy esperada. Se notaba enseguida, la abrían
delante de mí y empezaban a leer; por la expresión de
la cara yo podía saber si eran buenas noticias o si el destinatario
necesitaba consuelo.
Tenía lo que se dice vocación para el oficio. Habría
seguido siendo cartero toda la vida si no hubiera perdido
el habla.
Desde entonces escribo. Pero es la primera vez que escribo esta historia. Una historia que nadie va a creer pero que es la causa de todos mis males. Aunque en el lugar que estoy ahora me tratan muy bien. No me quejo. Como decía, conocía bien el barrio. Cada casa, cada puerta. Me enteraba  de los cambios antes que nadie. Nacimientos, muertes, mudanzas. 
Me intrigaban las casas abandonadas, con puertas que
un día se cerraron y que no abría nadie. A una de esas
casas llegó una carta. Yo sabía que el dueño, un hombre
solo y huraño, había partido de viaje y había muerto lejos.
La casa estaba en juicio de sucesión. De esos que
duran años. Era una casa grande y gris, con molduras de
cemento y rejas de hierro forjado en las ventanas. Tenía la
pintura descascarada y una rajadura que le cruzaba el
frente en la parte alta. Por la rajadura asomaba un arbusto
retorcido y raquítico que crecía con la mitad de las raíces
al aire.
Sentía algo raro, un toque de zozobra, cuando me acercaba
a ese lugar; tanto que prefería cruzar la calle y pasar
por la vereda de enfrente. Se imaginan qué extraño me
resultó ese sobre con la dirección de la casa (que no consigno
aquí por discreción). Lo miré del derecho y del
revés, lo miré al trasluz para ver si se trataba de algún folleto de propaganda. Pero era una carta, dirigida al que había
sido dueño de la casa. A veces pasa que una carta llega
tiempo después de la muerte de una persona.
No era asunto mío, así que con cierta prevención toqué
el timbre casi sabiendo que no funcionaría. Efectivamente
no escuché el sonido del timbre. Pero sí el ladrido del
perro. Fue tan sorpresivo que se me cayó la carta de las
manos y tuve que agacharme a recogerla. El perro seguía
ladrando y yo toqué el timbre otra vez tomando un poco
de distancia como si fuera a abrirse la puerta de golpe y
una bestia negra y peluda pudiera saltar sobre mí. El ladrido
del perro se cortó en seco y la manija de la puerta giró
lentamente. Quizá fue con un chirrido como las películas
de terror, de eso no me acuerdo, pero sí sé que se abrió muy despacio y que a medida que se abría me llegaba un aire frío que venía desde adentro. La puerta quedó apenas entreabierta y pude ver que una cadena de seguridad la trababa, pero nada más. Juro que no vi nada más. Me quedé
esperando un momento y el perro volvió a ladrar otra vez con un ladrido mecánico, ahora lo oía mejor. Pensé que tapaba la voz de quién estaba
esperando; entonces dije lo más alto y firme que pude:
–¡Cartero!
Nadie me contestó. Yo tendí la carta, la ofrecí al aire
frío que venía desde adentro y… algo me la arrancó. Fue
un tirón seco y decidido. Después la puerta se cerró suavemente
otra vez.
Me quedé con el pecho latiendo desacompasado y la
boca seca.
Imaginé muchas cosas. Pensé que podía tratarse de un
ladrón o de un usurpador. O que algún pariente que tenía la
llave había entrado a buscar algo que podía interesarle. Pero
en fin, pasada la primera impresión sentí que había hecho lo
que debía: entregar la carta en su lugar de destino.
Días más tarde, cuando ya había olvidado el episodio,
llegó otra carta.
Era el mismo sobre blanco, escrito con letra complicada,
pero calle y número estaban claros.
De nuevo la casa gris.
Ahora no me sorprendía; pensé que alguien podía estar
allí para recibirla. Toqué el timbre que no funcionaba y el
perro otra vez. Me pareció que la planta de la pared había
crecido y que se movía exageradamente con la vibración
de los ladridos. Pero era sólo una impresión. Con la esperanza
de que esta vez no hubiera nadie para recibir la
correspondencia toqué el timbre de nuevo y me sobresalté porque casi al mismo tiempo la puerta se abrió suavemente dejando sólo el espacio que permitía la cadena. Estiré la
mano, que temblaba un poco, y empecé a sentir en la
cara el aire frío que venía de adentro, cuando algo me
“chupó” la carta. Salí corriendo. El sonido ronco y mecánico
del perro ladrando me siguió hasta la esquina.
Un buen cartero no tiene que imaginar nada. Cada
casa tiene sus misterios y no hay que meterse. Una de las
reglas del buen cartero es ser cortés y discreto, me lo sabía
de memoria. Pero el perro y la puerta empezaron a quitarme
el sueño.
Llegaron muchas cartas, una por semana, y si bien la
situación se repetía me parecía cada vez más rara. El ladrido
me erizaba, las ramas de la planta habían crecido tanto
que me tocaban la cabeza cuando me paraba frente a esa
puerta y ni hablar del aire helado que me arrancaba las
cosas de las manos. En eso estaba, sin atreverme a contarle
nada a mis compañeros, cuando llegó una carta más. Vi con
angustia que la dirección era la de siempre, y al mismo
tiempo comprobé que pese a la impresión que la casa gris
me causaba, la semana se había hecho larga esperando
tener la ocasión de tocar el timbre una vez más.
No hizo falta. La puerta estaba abierta. Apenas abierta.
Lo suficiente para que casi sin darme cuenta me encontrara
adentro. No había ningún perro. Me envolvió una corriente
de aire helado y húmedo, y un silencio casi absoluto. Por
las hendijas de las ventanas y por la puerta pasaba algo de
luz. Pude ver la silueta de los muebles, un piano de cola
cerrado y polvoriento; sobre el piano, retratos. Chicos en la
playa, en grupo. Una pareja en el día de su casamiento. Y la
foto del hombre con su perro, un ovejero alemán.
Caminé hacia una ancha y oscura escalera que llevaba
a la planta alta y comencé a subir, no me pregunte por
qué. Quizá la misma fuerza que me sacaba las cartas de
la mano me obligaba a avanzar. Lo primero que vi arriba
fueron los sobres, sólo los sobres, apilados y sin abrir.
“¿Para qué los habrán recibido entonces?”, me pregunté,
cuando me distrajo una chimenea encendida. El fuego
tenía un brillo exagerado pero las llamas apenas se movían
y no daban calor. Todavía me faltaba entregar una
carta. Hice entonces lo que un cartero jamás debe permitirse,
sin pensarlo abrí el sobre con los dedos agarrotados
y a la luz de ese fuego comencé a leer. Pero es lo último
que recuerdo.
Me desperté en la cama de un hospital, en una sala
especial para enfermos mentales. Me enteré de lo que
pasó a través del diario que mis compañeros del correo me
alcanzaron para que viera que me nombraban. Yo no podía hablar pero no estaba tan confuso como ellos creían
cuando todavía venían a visitarme.
En un pequeño recuadro dentro de la sección policiales
del diario decía que el incendio había destruido gran parte
de una casa deshabitada del barrio de Flores. Los bomberos
en su acción de rescate habían salvado la vida a un
hombre que se encontraba en la planta alta. El mismo
había sido identificado más tarde como Agustín Iniesta, el
cartero de la zona que había ingresado por razones aún
desconocidas a la vivienda. Y seguía diciendo, escrito así, en
pocas líneas, pero con mi nombre: Iniesta fue internado con
principio de asfixia y bajo estado de shock; una vez ingresado
al nosocomio recobró el sentido pero habría perdido la
facultad de hablar; este hecho y la evidente confusión mental
en que se hallaba le impidieron explicar lo sucedido.
Todavía guardo el recorte entre mis cosas. En realidad lo
único que no me permiten guardar es fósforos. Debe ser por
el incendio.
Pasó mucho tiempo, encanecí prematuramente y no recuperé
el habla. Pero poco a poco fui recordando todo lo que
les cuento ahora.
Como ustedes pueden ver, no estoy loco como dicen,
sólo que, por esas cosas de la vida, me tocó a mi entregar
esas cartas a un fantasma.
El fantasma con su perro es el único que viene a visitarme.

FIN

Nació en 1942 en Vicenza, Italia. Llegó como inmigrante a la
Argentina cuando tenía diez años. Vivió en Mar del Plata, luego en San Francisco (Cba) y más tarde en Córdoba capital en cuya Universidad estudió Letras modernas. Actualmente vive en la ciudad de Buenos Aires donde adoptó la ciudadanía argentina. Ha sido Directora editorial de Departamento de Literatura para niños y jóvenes de Editorial Sudamericana. Editando al rededor de 250 títulos. Ahora prefiere dedicarse a escribir. Ha participado en varios Congresos internacionales y ha formado parte como Jurado
en Concursos de Literatura Infantil. En el ámbito de los medios de comunicación es locutora nacional. Desde 1962 comenzó a trabajar en radio y televisión como periodista, conductora, guionista y creadora de diferentes ciclos. Ha obtenido numerosos premios y distinciones a lo largo de su carrera profesional. En el 2007 ha sido declarada Personalidad destacada de la cultura de Buenos Aires.



Diagnóstico de muerte
de Ambrose Bierce

No soy tan supersticioso como algunos de tus
colegas de ciencia, como tú te complaces en decir
–dijo Hawver, contestando una acusación que no
había sido hecha– Algunos de ustedes, sólo algunos,
confieso, creen en la inmortalidad del alma, y en
apariciones que tú no tienes la honestidad de llamar
fantasmas. No voy decir más que tengo la creencia de
que a veces los vivos se pueden ver donde no están, en
lugares donde estuvieron, donde ellos vivieron mucho
tiempo, quizás tan intensamente, como para dejar sus
impresiones en todo lo que los rodeaba. Lo se, en efecto,
puede ser que un ambiente pueda ser tan afectado por la
esencia de una persona como para impresionar, tiempo
después, su imagen a los ojos de otros. Sin dudas, la
personalidad impresa tiene que ser el tipo justo de
personalidad y los ojos que la perciben tienen que ser el
tipo justo de ojos, los míos por ejemplo.
–Sí, el tipo justo de ojos, sensaciones convincentes del lugar erróneo del cerebro –dijo el Dr. Frayley, sonriendo.
– Gracias; uno gusta tener sus expectativas gratificada ;
esto es en réplica de lo que yo supongo que haría alguien
civilizado.
–Disculpa, pero tú dices que lo sabes. Es algo fácil de
decir, ¿no crees? Quizás debieras decirme cómo lo supiste.
– Tu lo llamarás alucinación –dijo Hawver,– pero no es
así –y le contó la siguiente anécdota.
El último ve rano, como sabes, fui a la ciudad de
Meridian. Los parientes en cuya casa planeaba
instalarme estaban enfermos, así que busqué otros
cuartos. Luego de algunas dificultades alquilé una de las
habitaciones libres que antes ocupaba un excéntrico
doctor de apellido Mannering, quien se había ido varios
años atrás, nadie sabía adonde, ni siquiera su agente.
Había construido una casa y vivido allí durante diez
años, acompañado por un viejo sirviente. Su práctica, no
muy extensa, lo mantuvo ocupado durante algunos años.
Pero se vio recluido de la vida social y se convirtió en un
ermitaño. Un doctor del pueblo, que fue la única persona
que tuvo alguna relación con él, me contó que durante su
retiro, se hizo devoto de una única línea de estudio, y
expuso sus resultados en un libro que no fue recomendado
a la aprobación de sus colegas médicos, quienes, sin
embargo no lo considera ron enteramente sano.
No tuvo oportunidad de ver el libro y no pudo recordar
su título, pero me dijo que exponía una teoría extraña .
Decía en él, que era posible que una persona de buena
salud pudiera pronosticar su propia muerte con precisión ,
varios meses antes del evento. El límite, creo, eran
dieciocho meses. Hubo cuentos locales sobre que había
ejercido sus poderes de pronóstico, que quizás tu llames
diagnóstico; y que las personas a las que advirtió el
deceso, murieron súbitamente en el plazo fijado, sin causa
conocida. Todo esto, por cierto, no tiene nada que ver con
lo que te dije; pienso que puede divertir a un médico.
La casa estaba amueblada, tal como él había vivido.
Era una oscura morada para alguien que había sido más
que un estudiante, un recluso y creo que me transmitió
algo de su carácter, quizás algo del carácter de su
anterior ocupante. Siempre sentí una cierta melancolía
que no estaba en mi disposición natural, probablemente,
debido a la soledad. No tenía sirvientes que durmieran
en la casa, pero siempre tuve la adicción, como sabes, a
la lectura. Cualquiera que fuera la causa, el efecto fue un
rechazo y un sentido de mal inminente; especialmente
en el estudio del Dr. Mannering, a pesar de que esta
habitación era una de las más luminosas y aireadas de
toda la casa. El re t rato a tamaño natural del doctor
parecía dominar completamente el ambiente. No había
nada inusual en la imagen; el hombre evidentemente
lucía bien, de unos cincuenta años de edad, con cabello gris metalizado, la cara recién afeitada y sus ojos
oscuros y serios. Algo en esa imagen siempre atrapaba
mi atención. La apariencia del hombre se convirtió en
familiar para mí, hasta diría que me 'hechizó'.
Una tarde estaba atravesando esta habitación para ir a
mi dormitorio, con una lámpara (no había gas en Meridian).
Me paré, como era frecuente, frente al retrato, que a la luz
de la lámpara parecía cobrar una nueva expresión, casi
indescriptible, pero realmente escalofriante. Me interesé
pero sin inquietarme. Moví la lámpara de un lado a otro y
observé los efectos que provocaba el cambio del punto de
iluminación. Mientras estaba absorto sentí el impulso de
darme vuelta. Y cuando lo hice vi a un hombre que se
movía a través de la habitación hacia donde estaba yo! Tan
pronto como él se acercaba a la lámpara su rostro se fue
iluminando, y reconocí que era el Dr. Mannering en
persona; ¡era como si el retrato estuviera caminando!
'Le pido disculpas', dije, algo fríamente, 'pero si usted
golpeó no lo escuché'.
Él me pasó, dentro de una braza, extendió su dedo
índice como en advertencia, y sin una palabra, se
marchó, a pesar de que observé su ida no más que lo que
vi su entra d a .
Por supuesto, no necesito decirte que esto
probablemente tu lo llamarías una alucinación y
mientras que yo la llamo una aparición. Esta habitación
tiene sólo dos puertas, una estaba cerrada; la otra
llevaba al dormitorio, desde donde no había otra salida. 
Tengo la sensación de que esto no es una parte
importante del incidente.
Sin dudas te parecerá un lugar común "el cuento de
fantasmas" algo que uno construye sobre las líneas
dejadas por los viejos maestros del arte. Si así fuera, no
te lo hubiera contado, aún siendo vedad. Pero el
hombre no está muerto; lo conocí hoy mismo en la Calle
Unión. Me cruzó entre una multitud.
Hawver finalizó su historia y los dos se quedaron
callados. El Dr. Frayley distraídamente golpeó la mesa
con sus dedos.
– ¿ Te dijo algo hoy, –preguntó– alguna cosa que te haya
hecho creer que no estaba muerto?
Hawver lo miró fijamente y no contestó.
–Quizás –continuó Frayley– él hizo alguna señal, un
gesto, alzó un dedo. Es un truco que él tenía, un hábito
cuando decía algo serio, anunciando el resultado de un
diagnóstico, por ejemplo.
–Sí, lo hizo, su aparición lo hizo. Pe ro, ¡por Dios! ¿Lo
conocías?
Hawver empezaba a ponerse algo nervioso.
– Lo conocí. Leí su libro, como todo médico de hoy en
día. Es una de las contribuciones más importantes del
siglo a la ciencia de la Medicina. Sí, lo conocí; lo traté en
su enfermedad durante los últimos tres años. Él murió.
Hawver buscó una silla, notablemente incómodo. Dio
un par de zancadas y se sentó. Luego se dirigió a su

amigo, y en una voz no muy clara, dijo:
– Doctor, ¿tiene usted algo para decirme como médico?
–No, Hawver; eres el hombre más saludable que conozco.
Como amigo te recomiendo que vayas a tu habitación. Tocas
el violín como un ángel. Tócalo, toca algo alegre y jovial .
Olvídate de todo este asunto.
Al día siguiente Hawver fue hallado muerto en su
habitación, el violín en su cuello, el arco sobre las cuerdas, su música se escuchó antes de la Marcha Fúnebre de Chopin.

FIN

Bierce. Nació en Ohio en 1842, EEUU. Trabajó como
periodista, dibujante y escritor de artículos periodístico-satíricos en periódicos de San Francisco; su particular mirada crítica y desencantada se hizo muy popular.
Desde 1897 a 1909 estuvo en Washington como corresponsal de importantes periódicos.
En 1913 regresó a California, y de ahí pasó a México, donde desapareció en 1914, probablemente asesinado en la Revolución Mexicana. Fue un maestro en el género del relato breve, sobre todo con los temas de horror y misterio.
Extraído de http://planlectura.educ.ar/

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ultima publicación

Bienvenidos