Novela
Buscador de Finales
de Pablo De Santis
Todas las tardes después de la escuela, Juan Brum juega a imitar los dibujos de sus historietas favoritas. Un día, sin decirle nada a su madre, se presenta en la Editorial Libra, que publicaba las historietas de Cormack, su personaje
preferido, para buscar trabajo. Allí le ofrecen comenzar por el escalón de abajo: el puesto de cadete.
Sus labores en la curiosa editorial lo llevan hasta los más recónditos lugares y personajes del edificio, hasta que un día se le asigna una misión especial: llevarle un paquete a Sanders, un legendario buscador de finales. Y es entonces que sus aventuras comienzan. Descubrirá la Oficina de Objetos Perdidos; la agencia Últimas Ideas; la ciudad de Vulcandria, donde no existen los finales; a Alejandra, una chica que no sonríe nunca, y terminará por encontrar un inesperado final para su propia historia.
Pablo de Santis
El buscador de finales
www.lectulandia.com - Página 3
UN CAJÓN DE MANZANAS
Esto que voy a contar ocurrió hace mucho tiempo, cuando las revistas de historietas
se vendían por millares y no había nadie en la ciudad que no supiera quién era la
Máscara Púrpura, o Cormack, el detective de lo sobrenatural, o Montana, el cowboy manco que había aprendido a disparar con la mano izquierda. Las revistas costaban cincuenta centavos, estaban impresas en un papel de mala calidad y eran en blanco y negro. El resto de la vida era a colores, pero ningún rojo, azul o amarillo me parecía
más vivo que la tinta derramada en esas páginas.
No solo compraba y leía las revistas, sino que las coleccionaba. Mi biblioteca era un cajón de manzanas que guardaba bajo la cama, un cajón de madera de pino sin
cepillar. Había que manejarlo con cuidado para no clavarse astillas. Todos los días repasaba mi colección de revistas, desordenándolas un poco, casi como si no me diera
cuenta, para permitirme después el placer de ponerlas de nuevo en orden. Mi personaje favorito era Cormack, detective empeñado en luchar contra vampiros,
espectros y monstruos de la mitología. Cormack tenía su oficina en el sótano de un cine y desde allí salía para salvar a la ciudad de las criaturas de la noche. Yo ponía en
orden mis revistas en el cajón de manzanas; Cormack ponía en orden el mundo. Esa es la distancia que separa, ay, a los niños (y a los hombres) de los héroes.
Durante las tardes, después del colegio, jugaba a imitar esos dibujos. Parecía fácil al principio, mientras dibujaba lentamente un ojo, una puerta entreabierta, una bala de
plata. Pero al mirar el conjunto me daba cuenta de que estaba muy lejos del original.
Mi dibujo no tenía nitidez, ni fuerza, ni vida. El dibujante de Cormack hacía una mancha y era una sombra; yo dibujaba una mancha y era una mancha.
No me desanimé, y sin decirle nada a mi madre fui a la Editorial Libra, que en ese entonces ocupaba un edificio entero cerca del puerto. Había mucho movimiento en el
hall de entrada del edificio, porque la editorial no publicaba solo historietas, sino revistas de crucigramas, deportes, ajedrez; revistas para mujeres que se hacían sus propios vestidos; revistas para inventores, con planos de autos a vapor, robots caseros y submarinos. Las más exitosas eran las historietas y las novelas, que estaban divididas en cuatro series: Far West, Besos, Espanto y Héroes de la Vida Real.
Arrastrado por la multitud entré en el ascensor. Hubiera querido encontrar en la planta baja un escritorio donde hacerme anunciar. Me gustaba la idea de «hacerme
anunciar», era como enviar mi nombre para que llegara antes que yo. Pero al final mi nombre y yo llegamos juntos.
Tardé en abrirme paso, a los codazos, hasta el ascensorista, que manejaba con solemnidad la botonera de bronce, como si fuera el piloto de una nave.
—Busco al dibujante de Cormack —le dije.
—Séptimo —respondió y me dio un empujón, para que saliera, porque ya estábamos allí. Crucé una puerta de vidrio esmerilado y me encontré con una gran sala llena de dibujantes que trabajaban en sus tableros, bajo la luz azul de unas lámparas de bronce. Trabajaban en silencio y solo se oía el ruido de las plumas sobre el papel y el de los grandes sacapuntas metálicos a manija, atornillados a los tableros,
que dejaban los lápices afilados como punzones. A mi lado había una mujer sentada frente a un escritorio: estaba seria no por indiferencia sino con fuerza, como si encontrara felicidad en su amargura. Tenía anteojos de carey y el pelo echado hacia atrás, y un teléfono de baquelita negra que nunca soltaba. Hizo una señal con la ceja derecha, que indicaba que esperaba una pregunta, y otra con la ceja izquierda, que significaba que mi pregunta no le interesaba.
—Busco al dibujante de Cormack —dije.
—¿Para qué lo busca?
—Quiero ser dibujante.
—¿Y a cuál busca? Todos ellos dibujan a Cormack.
—¿Todos?
—A Cormack y a los demás.
Me sentí muy abatido.
—Si no tiene nada mejor que hacer…
Había durado poco mi aventura. La mujer estaba a punto de señalarme la puerta de vidrio, cuando metí la mano en el bolsillo y saqué mi episodio favorito. Cormack se enfrentaba a la Gorgona, una dama de cabellos de serpiente cuya mirada convertía en piedra a quien se atreviera a mirarla. Cormack conseguía matarla, pero antes de morir la Gorgona lo miraba con algo que no era solo furia. Ese cuadro, que ocupaba casi toda la página, me encantaba. Esa mirada me había llenado de inquietud.
—Busco al que dibujó esta página.
La secretaria, menos por amabilidad que para sacarse el problema de encima, levantó la revista que yo le mostraba y gritó:
—¿Quién dibujó a la Gorgona?
Los dibujantes parecieron despertar del sueño, y miraron la revista que la mujer sostenía en alto. Una mano se levantó en el fondo; el dibujante seguía con la mirada fija en el tablero, como si la mano se hubiera levantado sola.
Atravesé la sala y me acerqué hasta él. Era muy joven y vestía un pantalón de sarga gris y una camisa blanca que había sido fregada y vuelta a fregar pero que aun así conservaba viejas manchas de tinta negra.
—Ese dibujo es mío. ¿Por qué le interesa?
—¿Por qué tiene esa mirada la Gorgona? Está furiosa con Cormack porque la está venciendo. Pero en esa mirada no hay solo furia.
El dibujante miró el dibujo, tratando de recordar el episodio. Al final respondió:
—Solo hay una forma de matar a la Gorgona: usando un espejo para acercarse aella. Cormack usó uno, como hizo Perseo, el héroe de la mitología. La Gorgona ha
vivido en un mundo sin espejos, porque sabe que en los espejos está la clave de su perdición. Cuando se mira en el espejo de Cormack se da cuenta de que es un monstruo: se ve por primera vez como la ven los demás. Pero se da cuenta también de que es hermosa. Entonces sonríe. No con la boca, con los ojos. Sonríe un segundo antes de que Cormack le corte la cabeza. Miré a la secretaria para ver si estaba a punto de echarme. Pero no parecía pendiente de mí. Hablaba por teléfono mientras recibía de un cadete un sobre.
El dibujante me tendió la mano.
—Soy Laurenz.
—Juan Brum. Y quiero ser dibujante.
—Pero aquí no te contratan así como así.
—¿Hay que hacer una prueba?
—Nada de pruebas. Antes de ser dibujante hay que ser letrista.
—¿Letrista?
—Los que escriben las letras de las historietas. Están escritas a mano, ¿ves?
—Sí, ya sabía. Entonces quiero ser letrista.
—Nadie entra como letrista. Si no, ¡qué fácil sería todo! —Se notaba que a Laurenz no le gustaba que las cosas fueran fáciles—. Hay que empezar por el escalón de abajo: cadete.
—Pero yo quiero dibujar.
—No te desanimes. Los cadetes son quienes mejor conocen la editorial. Llevan los guiones que escriben los guionistas a los dibujantes, y de allí llevan las páginas dibujadas a los letristas, y de allí al taller de impresión. Todo el día en movimiento, de una punta a la otra del edificio. Los cadetes tienen una visión de toda la editorial, conocen los conductos que unen las distintas partes del edificio, ven en un solo día a personas que no se verán jamás entre sí. Y así podrás elegir mejor tu lugar en la editorial. Ahora querés ser dibujante, pero mañana tal vez quieras ser letrista, o
escribir las historias, o hasta convertirte en… un buscador de finales.
Iba a preguntarle qué era eso, pero nos interrumpió la campana de la secretaria.
—Señor Laurenz, necesitamos para hoy esa página de Montana.
Laurenz volvió a su trabajo: bajo el sol del desierto, dos buitres esperaban el resultado de un duelo.
LA CASA DE SANDERS
Y así fue como decidí presentarme como aspirante a cadete: en una oficina llené un formulario de papel amarillo, tratando de que me saliera buena letra. Esperé una semana, dos semanas, tres semanas, y me llamaron.
El jefe de los cadetes, el señor Greve, me miró con severidad y me tendió un uniforme.
—¡A prueba! —me dijo, para que yo no diera por sentado que el trabajo era mío.
No se habían preocupado por buscar un uniforme de mi tamaño. Intenté protestar.
—¡A prueba! —me recordó el señor Greve.
Todo me quedaba grande: los borceguíes, duros y negros, acordonados; los pantalones, la camisa gris. Inclusive el pañuelo que debía atarme al cuello tenía el tamaño de una sábana. Una parte fundamental del uniforme era un tubo metálico con correas de cuero que debía ajustarme a la espalda. También tenía que usar unos guantes gruesos de goma negra.
—¿Para qué quiero guantes? —pregunté.
El señor Greve no se dignó a contestarme, pero uno de los cadetes, Nogueras, alto y rubio, me respondió con tal ceremonia que me di cuenta de que me había tomado a
la ligera una cuestión de suma importancia:
—Los cadetes marchamos tan rápido que las suelas de los borceguíes generan electricidad estática. Apenas tocamos algo de metal salta una chispa y se nos chamuscan los dedos.
Todo el uniforme tenía el aire un poco ridículo de los exploradores, pero gracias a los guantes, los superábamos. Apenas salí de la sala de cadetes me saqué los guantes.
Media hora más tarde, después de haber subido y bajado las escaleras, me decidí a usar el ascensor. Apenas toqué el botón de llamada la descarga fue tan fuerte que caí
sentado.
El ascensor se abrió y el ascensorista se quedó mirando cómo me frotaba los dedos chamuscados.
—Los guantes, muchacho.
Me puse los guantes de inmediato y desde entonces no me los volví a sacar.
Durante más de un mes trabajé sin salir del edificio. Era un trabajo agotador, todo el día subiendo y bajando las escaleras. Además mis pies bailaban dentro de los
enormes borceguíes. A pesar del cansancio estaba contento: todos los días veía trabajar a los dibujantes y a los letristas. Estos eran unos treinta y estaban siempre mucho más angustiados que los dibujantes. Vivían pendientes de los rumores; esperaban ansiosos que alguno de los dibujantes se jubilara o se fuera a vivir a una isla o sufriera algún accidente que le impidiera el uso de la mano, para poder así
ocupar su lugar.
Conocí también a los guionistas y escritores, que ocupaban el octavo piso. Había unos cincuenta escritorios, cada uno con su máquina de escribir, de donde salían todas aquellas historias de amor, de terror, del Oeste, y las vidas de los Héroes de la Vida Real (próceres, inventores, científicos). Los guionistas y escritores tenían siempre los dedos manchados de tinta o de grasa, porque siempre estaban hurgando en el corazón secreto de las máquinas.
La primera vez que visité el octavo piso uno de los escritores me preguntó:
—¿Material de Sanders?
Yo ni siquiera sabía quién era Sanders. El escritor pareció muy decepcionado.
Desde entonces, siempre que entraba me recibían con la misma pregunta:
—¿Material de Sanders?
Pero yo venía a buscar guiones para los dibujantes o a traer mensajes de los dibujantes (preguntas sobre algo que no habían entendido) o de los letristas, que habían encontrado una contradicción en las historias. Cuando les decía que no traía nada de Sanders, que ni siquiera conocía a Sanders, se quejaban como chicos.
—¿Y cómo voy a seguir?
O si no, señalando el gran calendario que había en la pared:
—¡Tengo que entregar la historia pasado mañana! ¿Cómo quiere que haga?
Yo no tenía ningún consuelo para estas quejas.
Un día Greve, el jefe de cadetes, me llamó y me dijo, como de costumbre:
—¡A prueba!
Pero luego agregó:
—A prueba estuviste hasta ahora. Hoy te voy a encargar un trabajo de la Mayor
Responsabilidad.
(Dibujaba con el índice las letras en el aire para que yo supiera que se trataba de
mayúsculas).
—Vas a ir a buscar materiales a la casa de Sanders.
Entonces me entregó un sobre grande, que contenía, imaginé, varias hojas de papel, y me explicó cómo llegar a la casa de Sanders.
El tal Sanders vivía cerca de la estación del ferrocarril: el barrio había conservado las casas bajas y las calles empedradas. La casa de Sanders, tan vieja como las otras,
tenía los postigos cerrados. El timbre —una pieza de bronce— colgaba de un cable.
Preferí golpear la puerta, para evitar el peligro de quedar electrocutado. Lo hice una, dos, tres veces, hasta que una voz me preguntó quién era:
—Un cadete de la Editorial Libra.
—¿Uno nuevo? ¿Y al otro qué le pasó? ¿Lo interceptaron?
—No sé.
La puerta se abrió unos centímetros. Entregué el sobre; a cambio recibí una caja
de cartón atada con cordel amarillo.
—¿Está ahí todavía? —preguntó la voz—. Más tiempo tarda, más rápido lo interceptan.
Al marcharme me di cuenta de que en ningún momento había visto la cara de Sanders. Caminé a paso vivo. La caja, tan liviana, parecía vacía.
TODO LO QUE VIENE DESPUÉS
Desde entonces, dos o tres veces por semana me enviaban a la casa de Sanders.
—¿Quién iba antes de mí? —pregunté a Greve, mi jefe.
—Maldani —me contestó de mal modo—. Está de vacaciones. ¿Por qué me lo pregunta?
—Por nada.
Me acordaba de Maldani, bajito, medio colorado. Lo había visto dos o tres veces.
Después, nunca más.
El ascensorista, como veía subir y bajar a todo el mundo, estaba al tanto de todo.
Él me dio novedades sobre Maldani:
—¡Qué va a estar de vacaciones! Tiene parte de accidentado. Parece que se cayó por unas escaleras cuando cruzaba el puente del ferrocarril. Unos moretones, nada
más.
Yo debía pasar por ese puente siempre que iba a casa de Sanders. Era un puente de hierro y siempre estaba desierto.
A veces las cajas que me entregaba Sanders eran livianas, y otras, pesadas, como si hubiera ladrillos en su interior. Cuando llegaban las cajas al piso donde trabajaban
los escritores, estos me arrancaban el tesoro de las manos sin decir ni gracias. Con la cara iluminada por la curiosidad, se asomaban a su interior. Una vez me animé a acercarme para ver qué era lo que causaba tanta ansiedad. Esperaba encontrar un talismán, un objeto mágico que justificara aquellas miradas extasiadas: lo que vi fue una zapatilla vieja.
Cada vez que visitaba el séptimo piso, para buscar dibujos que enrollaba y ponía en el tubo de metal que cargaba a la espalda, me detenía a hablar con Laurenz.
Cuando le pregunté por Sanders, me respondió:
—Sanders es un buscador de finales.
—¿Qué es eso?
—Que él mismo te lo explique. Es fácil definir un triángulo. O una máquina de coser. Más difícil es definir el color amarillo, o la lluvia, o a un buscador de finales.
—No creo que quiera hablar conmigo. Es un viejo amargado que ni siquiera me abre la puerta. Todavía no le he visto la cara.
Laurenz suspiró.
—Los guionistas y los escritores de novelas siempre se traban cuando llega el momento de escribir el final de la historia. Y cuando vacilan, todo parece vacilar: los
cowboys disparan sin ganas, los amantes se besan de puro compromiso, los monstruos, cansados, dejan de asustar. De eso se ocupa Sanders. Lee la historia y guiado por un sexto sentido encuentra un objeto que le permite al guionista terminar la historia.
—¿Todo eso solo para un final?
—Es que el final lo es todo. ¿No viste el cartel? Está en la sala de Escritores, al fondo. Lo puso Jacobo Libra, el dueño de la editorial, para que nadie olvide la importancia de los finales.
Apenas terminé de hablar con Laurenz subí por la escalera hasta el octavo piso.
Era cierto: ahí estaba el cartel. El sol que entraba por las ventanas había desteñido las palabras hasta convertirlas casi en un mensaje secreto.
Y leí:
EL FINAL, AMIGO, ¿LO VES?
ES LO QUE VIENE DESPUÉS
DEL HABÍA UNA VEZ.
Fue durante mi quinto o sexto envío cuando la curiosidad me venció y empecé a mirar lo que había dentro de las cajas. No era difícil desatar el nudo de piolín amarillo y luego volver a atarlo tal como estaba. Aquellos objetos no parecían tener ningún sentido. Encontré:
Una pluma de paloma.
Un reloj de bolsillo.
Una página de diccionario.
Un boleto de tren (en esa época eran de cartón).
Un paraguas roto.
Un grillo muerto.
Entonces pensé: El señor Sanders se gana fácil la vida.
continuará.....
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