EL RADIOTEATRO DE LA NOCHE
«Yo me había especializado en buscar finales para radioteatros. Los programas salían por Radio del Pueblo y se grababan con público, en una gran sala con capacidad para trescientas personas. A veces actuaban orquestas en vivo. Y aunque el público tenía frente a sí a los actores, y veía que los piratas eran señores de traje y corbata y que la princesa era una señora con algún kilo de más, las palabras los llevaban a selvas, a transatlánticos, a montañas de hielo. En esa época nadie se interesaba por las historias realistas, con oficinistas cuyo sueldo no llega a fin de mes, y que se pelean con la esposa, o con jóvenes que no saben adónde ir el sábado a la noche. Con las palabras había que construir palacios, cavernas, catedrales. Había que crear la ilusión de la distancia —reinos remotos, mares helados— y a la vez la cercanía.
»Yo leía los guiones y buscaba los finales, pero no tenía, como Sanders, una oficina de objetos perdidos: yo miraba en la calle, en los papeles del suelo, entraba en los altillos de las casas, me asomaba a esas tiendas chinas donde se encuentra de todo. A veces traía pequeños objetos y otras, sencillamente una palabra.
»El más exitoso de los programas fue El fabricante de juguetes, que contaba la historia de un inventor de autómatas, cuyas criaturas eran tan perfectas que parecían personas. Hans —ese era el nombre del constructor de autómatas— odiaba al mundo, y vivía encerrado con sus creaciones: sus muñecos, pero también sus trenes, las montañas azules con nieve de cristal, los esquiadores en miniatura que nunca dejaban de moverse, los globos aerostáticos que cruzaban día y noche su palacio.
»Un día, al intentar reparar a una bailarina, Hans se corta un dedo. El tajo no es profundo, pero Hans descubre algo en lo que nunca antes había pensado: la sangre. Hans se queda mirando la gota como si fuera un minúsculo planeta desconocido. Comprende que, de todo lo que lo rodea, solo él es capaz de sangrar, solo él está vivo.
Las cosas que le habían bastado ya no le bastan. Entonces sale a conocer el mundo. Le cuesta mucho incorporarse a la vida cotidiana, porque ha vivido siempre entre cosas inanimadas. Aunque tiene millones quiere ser como todos, ganar su propio dinero, y se ofrece como vendedor, bajo nombre falso, en una de sus propias jugueterías. Aunque es demasiado serio para ser un buen vendedor, lo contratan de inmediato, gracias a sus grandes conocimientos. Claro, conoce todo porque él hizo todo. Desde su puesto de vendedor, observa a las personas que entran y salen de la juguetería, tanto más imperfectas que sus criaturas. Y así, de tanto mirar, de tanto comparar miradas, ojos y sonrisas, se enamora de una mujer que trabaja en la tienda. Le gustan la perfección de sus rasgos, la simetría de su cara que le recuerda a una de sus propias muñecas, la forma de caminar».
Molinari interrumpió su relato, buscó un termo y sirvió un poco de té en dos vasos manchados de hollín.
«Salvador Galán, el autor de la obra, era un poco como el juguetero. Vivía solo, no veía a casi nadie, y había que mandarle los finales por correo. Por eso había conseguido que la historia fuera tan vívida. Y todo el mundo seguía con ansiedad a su personaje, a la espera de que Hans consiguiera al final escapar de su mundo artificial.
»Y entonces yo envié mi final y atraje la desgracia sobre Galán. No puedo adjudicar mi error a mi pereza, porque medité largamente el asunto, estudié cientos de objetos y palabras, y envié por correo el indicado. Pensé que el final que había elegido era la llave para que la historia terminara con una esperanza. Y fue al revés.
»La noche final de la historia, la ciudad entera se paralizó. No había automóviles en las calles. Las familias se reunieron alrededor de la radio esperando el final, sin hablarse, casi sin mirarse: estaban todos juntos, pero a la vez cada uno estaba solo con sus pensamientos. Yo no quise estar con nadie: estacioné mi auto en un parque y me quedé solo. El capítulo anterior había terminado con una esperanza, pero este último episodio parecía hundirse en la desolación más absoluta. Hasta último momento esperé un cambio de timón, que no ocurrió. El fabricante de juguetes estaba decidido a abandonar su mundo artificial para entregarse a la muchacha, para vivir como un hombre entre los hombres. Pero, al tratar de besarla, lo gana una sospecha: pone el oído contra el pecho de la muchacha para oír su corazón y sólo escucha, desde las profundidades de su cuerpo, el tic-tac de los autómatas. No era una mujer de verdad, era un autómata que los ingenieros de su empresa habían diseñado para complacerlo. Al descubrir el engaño, Hans se recluye en la soledad definitiva, renunciando para siempre a cualquier contacto con seres vivos. Lo último que se oye en la obra es el chirrido de los goznes de su mansión al cerrarse para siempre.
»El final era tan deprimente que medio centenar de oyentes desilusionados se reunieron para tirar piedras contra el edificio de la radio. Rompieron los vidrios de las ventanas y después se fueron, cabizbajos. La carrera de Galán se vino abajo, ya no le aceptaron más radioteatros. Había vivido el éxito como algo natural; cuando este se terminó, entró en un mundo desconocido que se le hizo irrespirable. El trabajo había sido su único contacto con el mundo. Una noche de invierno escribió en el cristal empañado tic-tac y se tiró por la ventana. Desilusionados, los radioescuchas dejaron de oír radioteatros y el género pronto desapareció. Los actores tuvieron que buscar trabajo en otra parte, las orquestas que tocaban en vivo empezaron a tocar en las plazas, por monedas».
El Incinerador se puso de pie.
«Por eso renuncié a todo. Y ahora déjeme trabajar: el día no ha terminado y tengo muchos papeles por quemar».
Volví al Hotel Las Nubes —desierto como siempre, desierto como todos los hoteles de Finlandia Sur— y busqué a Alejandra para darle la noticia. Le conté de su padre, de su encierro, de los aviones que atravesaban el aire lleno de hollín rumbo al fuego perenne.
—Dice que no está preparado para verte. Y que no tiene ningún final para mí.
Ella no lloró ni dijo una palabra: miraba todo con esa seriedad, que no era tristeza: era su modo de demostrar que todas las cosas le parecían importantes.
EL REGRESO
Metí todo —nada— en la valija, tomé el tren de la noche, volví.
—¿Y la caja? ¿Dónde está? —me saludó Sanders con su amabilidad habitual.
—No tengo ninguna caja.
—No puedo creer que mi viejo amigo Míster Chan-Chan haya fallado, así que tengo que pensar que es usted el que falló.
—Señor Sanders, cada vez que lo escucho hablar me dan ganas de ir a trabajar con Paciencia.
—¡Entonces váyase! No lo necesito. No necesito a nadie.
Estábamos en su casa. Se sentó y se puso a leer unos guiones que le habían mandado —y que esperaban en vano su final— con el gesto de soberbia que solo se consigue en el fondo de la derrota.
Yo me senté también. Esperaba un té que no llegó. Sanders era un especialista en hacer que un saquito de té alcanzara para tres o cuatro tazas. Pero esa vez, ni eso.
Traté de despertar su curiosidad:
—Míster Chan-Chan no quiere saber nada de finales. Es más: trabaja quemando finales.
Le conté la historia del fracaso de Míster Chan-Chan, de cómo se culpaba por haber llevado a la muerte a Salvador Galán. Cansado de que no me prestara atención, lo provoqué:
—Yo hablo y pasa el tren.
Entonces dejó de lado los guiones y condescendió a mirarme:
—Nunca escuché radio. Así que no sabía nada de toda esa historia. Pero debemos convencerlo de que no tuvo la culpa.
—¿Y cómo?
—Es posible que antes de matarse ese tal Galán le haya confesado a alguien que malinterpretó la historia, o que decidió rechazar el final que le envió Molinari… Busque en los archivos de la editorial. Tal vez encuentre un nombre que nos sirva. Un amigo, un colaborador, una novia.
Volví a trabajar en la editorial; volví al uniforme, a los guantes, a subir y bajar escaleras. Un día olvidé ponerme los guantes y al tocar la puerta del archivo la corriente eléctrica me tiró al suelo.
El archivo de la editorial estaba en el subsuelo del edificio. Allí se conservaban todos los diarios, las revistas de historietas, las fotografías. Trabajaban los mismos empleados desde hacía años, y solo ellos sabían dónde buscar las cosas. Mantenían todo en un orden secreto para que la empresa estuviera obligada a conservarlos. A la edad en que la empresa jubilaba a los guionistas y dibujantes, los archivistas seguían firmes en sus puestos.
—¿Qué busca? —me preguntó Atilio, el más veterano de los ya muy veteranos archivistas.
—Necesito el sobre de Salvador Galán, señor Atilio.
—Se lo traigo en un periquete.
Atilio comenzó a moverse lentamente hasta el fondo del archivo. Yo rogaba que el sobre estuviera cerca, para que el pobre Atilio no tuviera que caminar mucho. Pero, cuando acercó la escalera, me asusté. Las escaleras de madera del archivo eran las más grandes que yo hubiera visto jamás, si exceptuamos las de los coches de los bomberos. Atilio se tomaba todo el tiempo del mundo para subir cada escalón. Y cada vez tambaleaba y estaba a punto de caer.
—Deje, Atilio, voy a buscarlo yo. Dígame donde está.
Lo dije por decir, para no sentirme culpable, pero ya sabía que era imposible, ya conocía la respuesta de memoria:
—No, jovencito. Ninguna persona ajena al archivo puede pasar.
Atilio seguía trepando, hasta alturas de las que no podía caer sin matarse. Yo no me animaba ni a respirar. Y, cuanto más subía, su presencia espantaba a mariposas de la noche, que dormían allí, entre los sobres, y rodeaban su cabeza, amenazando con hacerlo perder el equilibrio. Peor fue el descenso, porque Atilio bajó con una sola mano: en la otra tenía el sobre, como un trofeo.
—Gracias, señor Atilio. No sé cómo lo consigue.
—Lo hago todos los días. Lo hice durante más de medio siglo.
Pero, mientras se acercaba, pisó un sacapuntas que había quedado en el suelo y se dio un porrazo.
Antes que me preocupara, oí su voz:
—Ya ve, nunca tropiezo en las alturas. Pero en tierra firme, basta una cosita de nada para hacerme caer.
El sobre llegó a mis manos y lo llevé hasta una de las mesas del archivo. De allí saqué más de treinta recortes cuidadosamente doblados por la mitad. Todos los recortes llevaban un sello de tinta azul, donde se leía: Archivo Editorial Libra, y la fecha del artículo. El papel de muchos de los artículos ya estaba amarillento, quebradizo.
La historia que encontré agregaba detalles sobre Salvador Galán que Míster Chan-Chan había omitido: su romance con una actriz, que al final lo había abandonado, su destreza en el ajedrez, su afición a los barcos en botellas. En el punto máximo de reconocimiento ya no lo llamaban por su nombre, sino como El Rey del Éter. Los artículos hablaban de los cientos de cartas que recibía por cada programa, de los admiradores que esperaban bajo la lluvia, de su fama de excéntrico, pero nada decía que me pudiera ayudar con Míster Chan-Chan. Leí los artículos en orden cronológico, desde que era una joven promesa y acompañaba a sus elencos de ciudad en ciudad, por todo el país, hasta su progresiva soledad, su fama de difícil, su manía de dictar los argumentos en vez de escribirlos. Al final llegué hasta las noticias de su muerte:
Los micrófonos, de luto
Adiós al Rey del Éter
Estrella de la radio se estrella
Cuando cortaban un artículo para guardarlo, se conservaba también el dorso de las noticias. Derrotado, empecé a mirar, por puro aburrimiento, el otro lado de cada recorte. En la mayoría de los casos las noticias y los avisos habían sido mutilados por la tijera de los archivistas. Pero algunos sobrevivían casi íntegros: Matan al dueño de un circo; Colonia Chantecler, la mejor para la mujer; ¡Silencio!, a dormir con colchones Prudencio; Huelga de carteros se prolonga; Un, dos, tres: Café Vienés…
Sentí una especie de alarma, algo me había arrancado de mi aburrimiento y de mi sueño, pero no descubrí de inmediato lo que había sido. Un pensamiento trataba de abrirse paso desde el fondo de mi inconsciente. Repasé el dorso de los artículos, volví a leer los avisos de la colonia Chantecler y de los colchones Prudencio, hasta que llegué a la huelga de carteros:
¿Habrá que volver a las palomas mensajeras? Los buzones ya no dan más. La gente sigue despachando cartas, pero nadie los aligera de su carga. La huelga de carteros se ha extendido ya a toda la ciudad. A raíz de las mordidas recibidas por el señor Ernesto Gracián de un fox terrier conocido como Sultán, los carteros piden la derogación de la ley 24/54 que los obliga a atravesar patios y jardines. Pascual Tursi, delegado del gremio, declaró: «Es importante que las cartas lleguen a destino, pero más que los carteros lleguemos a casa».
La huelga había durado diez días: los amigos se habían quedado sin noticias, los enamorados sin besos por escrito, y hasta era posible que Galán se hubiera quedado sin final. Pero esa posibilidad remota no convencería a Míster Chan-Chan: necesitaba algo más contundente.
CORRESPONDENCIA PERDIDA
A la mañana siguiente fui hasta Radio del Pueblo: un edificio de granito, lleno de pasillos con alfombras de goma, para evitar que los pasos hicieran ruido. Un gran cartel decía: SILENCIO. ESTAMOS TRANSMITIENDO.
En la entrada había una telefonista que mascaba chicle y miraba una revista Radiolandia.
—¿No sabe si hay alguien que haya trabajado con Salvador Galán? —le pregunté.
Ella se puso el chicle a un costado de la boca, antes de responder:
—No sé quién es Salvador Galán. ¿Trabaja en esta radio?
—Trabajó en esta radio hasta hace unos años.
—El que sabe de esas cosas es Aranda. El viejo Aranda, siempre recordando el pasado. Lo va a encontrar abajo, en el primer subsuelo.
—¿Cómo lo reconozco?
—No hay nadie más. Nadie lo aguanta, pobre. Se pondrá contento de que alguien lo escuche.
Bajé por las escaleras. En el subsuelo estaba el depósito de la radio: colecciones de discos de pasta, gigantescos micrófonos ya mudos para siempre, pianos amortajados por sábanas blancas, violoncelos encerrados en estuches que ya eran ataúdes. Dejé esa zona a oscuras y pasé a otra iluminada: hacía tiempo que no sentía el olor del líquido blanco con que se saca brillo al bronce y al cobre. Un hombre de gastado uniforme azul y gorra de lana lustraba los premios que se amontonaban en una repisa. Premio al mejor conductor, Premio La Voz de Oro, Premio Orquesta de Tango, Premio Al Mejor Chiste del Año. Solo se oía el zumbido de los tubos fluorescentes.
—¿Cuál fue el chiste que ganó el premio? —pregunté, para iniciar una conversación.
—El chiste no lo recuerdo. Uno de loros, náufragos o suegras, seguramente. Se lo dieron a un humorista que actuaba bajo el nombre de Sombrero Verde.
—¿Era bueno?
—Era malísimo. La gracia estaba en que todos sus chistes eran tan malos que causaban gracia. Él nunca lo supo. Siempre creyó que sus chistes eran geniales. Y durante años dijo un chiste tras otro, confiado en que la gente se reía porque eran buenos. Se peinaba a la gomina y sonreía de costado.
Aranda imitó la sonrisa.
—¿Y cuál es la diferencia entre reírse de un chiste malo o de uno bueno?
—¿Le parece que no hay diferencia?
—Para mí no.
—Pero en la radio de aquel entonces había diferencia. Cuando uno se reía de un chiste bueno, se reía del chiste; cuando uno, en cambio, se reía del chiste malo, se reía del que lo contaba. Cuando Sombrero Verde se enteró de que todos se reían de sus chistes precisamente porque eran malos, y que, por lo tanto, se reían de él, se retiró de la radio. No quiso salir más al aire. Le cuento esa historia como le podría contar cien más.
—No necesito cien, necesito una. ¿Usted es Fermín Aranda?
Dejó de lustrar.
—El mismo que viste y calza. ¿Quién pregunta?
—Juan Brum —dije mientras le tendía la mano.
—¿Es el nuevo director de la radio?
—No. ¿Cómo voy a ser el nuevo director? Tengo quince años.
—Cuanto más viejo me hago, más jóvenes se hacen los demás. A mí no me extrañaría que un niño con chupete viniera a darme órdenes.
—Vengo a hablarle de historia antigua.
—¿Los asirios, los caldeos?
—Salvador Galán.
—Muestre más respeto hacia el tiempo, y piense bien antes de decir la palabra antiguo. Eso es nuevo para mí. Es como si hubiera ocurrido ayer.
Le hablé de Molinari, de su culpa, de su alejamiento de todo. Le hablé de los papeles que echaba al fuego en los sótanos de Finlandia Sur. Mi historia lo dejó meditabundo. Hasta pensé que se había quedado dormido.
—Su buscador de finales no entiende nada de la vida. Galán era un hombre amenazado por la soledad. Él mismo se condenó. El final que le dio su amigo no tuvo nada que ver.
—Pero no hay manera de convencerlo. Necesito a alguien que me pueda asegurar que Galán no se inspiró en el final de Molinari.
—Mi memoria no puede ayudarlo. Pero si quiere podemos buscar en los muebles de la correspondencia, para ver si hay algo que le pueda servir.
Me llevó hasta el fondo del sótano. Fermín Aranda se dedicaba a lustrar los antiguos trofeos, pero el resto del sótano se lo cedía a las arañas. Nos movimos a oscuras, hasta que Aranda encontró el interruptor: una lamparita estalló en ese mismo instante, pero otra quedó encendida. Contra la pared del fondo había un mueble con casillas de madera, que servían para dejar la correspondencia. Eran como las celdas de un panal. Fermín Aranda me señaló una de las casillas superiores. Cartas y paquetes envueltos en telarañas.
—Esta es la de Galán. Desde su muerte, nadie la ha tocado. Yo no voy a meter la mano. No me gustan las arañas.
Metí la mano en el hueco oscuro. No me daba impresión: siempre fui amigo de las arañas. Nunca en mi vida maté una. Saqué un fajo de cartas, saqué una rosa en una caja de cristal, saqué cajas de bombones que ya eran fósiles. Y después la caja de cartón gris, cuyo remitente decía: J. C. Molinari. Estaba atada con cordel amarillo.
—¿Necesita una tijera para abrirla? —ofreció Aranda.
—¿Abrirla? Por nada del mundo. La necesito cerrada.
—¿Y sabe qué hay adentro?
La agité. Parecía vacía. Tal vez el objeto encerrado se había hecho polvo con los años. No importaba. Importaba que Galán no lo hubiera visto.
—Claro que sí. Acá adentro está la salvación de un hombre.
Le tendí la mano a Aranda y caminé hacia la escalera. Al pasar por la repisa de los trofeos me acerqué al Premio Al Mejor Chiste del Año. En letras grandes decía A Sombrero Verde. Y entre paréntesis, y en letras pequeñas, estaba el nombre verdadero del humorista: Fermín Aranda.
DOS MÁS DOS
Sanders me dio unos pesos: para él eran una fortuna, pero no alcanzaban para nada. Además de tacaño, creía que los precios habían permanecido sin cambios en los últimos cuarenta años. Fui a ver a mi madre al trabajo para que me ayudara.
La señora Haydée estaba enferma, y mi madre tenía más trabajo que de costumbre. Me dio los billetes que le pedía y siguió atendiendo a las señoras que la esperaban. Ya estaba por irme, cuando me cortó el paso el señor Carey.
—¿Consideró mi oferta de trabajar aquí?
—Le agradezco, señor Carey, pero estoy muy cómodo donde estoy. Además, usted sabe, trabajar con la madre en el mismo lugar… El señor Carey se quedó pensativo.
—Tiene razón. Yo siempre trabajé con mi madre en El Palacio de los Botones hasta que ella… —El señor Carey miró hacia lo alto y se santiguó—. Y la verdad es que no es muy recomendable. Su madre me dijo que está muy interesado en este viaje y esa búsqueda…
—Sí, bueno, creo que estoy cerca del final…
—Aunque me he pasado la vida dedicado a los botones, no crea que no conozco el corazón humano. Y sé que su entusiasmo no viene solo por el trabajo. Hay algo en su mirada, en el modo como mira la hora —yo miraba el reloj, de pared, que tenía forma de botón gigante—, que me hace pensar que hay algo más. Dígame: ¿hay una muchacha metida en esto? ¿En alguna parte lo espera una sonrisa de esas que a uno le alegran el día?
—Le juro, señor Carey, que no me espera la sonrisa de ninguna muchacha.
El señor Carey no me creyó, pero era cierto. Si algo podía no esperar de Alejandra era su sonrisa.
Sanders tuvo un gesto insólito en él: fue a despedirme a la estación.
—Estoy buscando nuevas zonas de objetos. Me hablaron de un viejo depósito en el teatro municipal, pero había poco y nada. Necesito cosas perdidas, no cachivaches. Todo quedará en la manos de Paciencia, esa infame. Estamos derrotados.
—Gracias, señor Sanders, por darme ánimo antes del viaje. Y gracias también por confiar en mí. ¿Prefiere que me tire por la ventanilla ahora, que el tren está parado, o que lo haga cuando esté en movimiento?
—No quiero sacarle sus esperanzas. Pero ¿para qué esa molestia? Ya ha pasado el tiempo, faltan dos días, estamos perdidos. Todos los días la gente de Paciencia llega a la editorial, y le muestra a Salerno su nuevo final. Llegan con marionetas de cristal, con barriletes chinos, con plantas carnívoras. El otro día trajeron una caja que parecía de sombreros. Adentro había una mujer, una contorsionista. Hasta ahora nada funcionó, pero en cualquier momento… ¿En qué funda sus esperanzas?
En vez de hablar le mostré la caja. La miró con detenimiento. Le señalé las estampillas, los lacres que aseguraban su inviolado contenido.
—Paciencia ha puesto toda su gente a trabajar, diseccionando el relato en partes pequeñas, aplicando fórmulas matemáticas. Las máquinas de calcular funcionan sin parar. ¿Qué pueden usted, su caja —se miró las manos— y el polvo de su caja, contra la trigonometría y los logaritmos? Aun en lo más profundo de la noche se ve su oficina iluminada. ¿Cómo puede mi intuición competir con su ciencia? Usted tiene entusiasmo, pero no sabe nada de la aritmética de los cuentos, salvo que dos más dos es cuatro.
—Lamento contradecirlo, pero en un cuento dos más dos nunca es cuatro. Si no, no habría cuento.
—¿Ve?, además se ha vuelto loco.
Yo ya había subido al destartalado vagón. Me dio la mano a través de la ventanilla del tren.
—Consiga lo que consiga, cuidado con el regreso. Los interceptadores vigilan la editorial.
MÍSTER CHAN-CHAN
Yo le había avisado a Alejandra que llegaba y ella, almidonada y pensativa, ahora vestida de amarillo, me esperaba en la estación. Imaginé su cuarto, abarrotado de esas melancólicas armaduras: una celeste, una azul, una rosa. Desde que había conocido los moños de las cintas de su pelo y las tablas perfectas de sus vestidos, yo amaba la geometría.
—¿A quién esperabas? —le pregunté—. ¿A la caja o a mí?
—Eso qué importa. Llegaron juntos.
Iba a rumbear para el hotel, pero me arrastró del brazo.
—No, vamos directamente a verlo a él. Le mandé un mensaje. Nos está esperando.
—Ahora no. Ahora estoy cansado.
—Esta caja llegó tarde una vez. No puede llegar tarde de nuevo.
Y caminamos hacia el Instituto Purificador, que supuestamente no existía. Algo había cambiado, porque la puerta del fondo estaba abierta, y nadie nos detuvo. Bajamos por la rampa hasta la enorme habitación de la caldera. Desde su trono hecho de libros, el Incinerador arrancaba las páginas y disparaba sus aviones al fuego. Tiznado de hollín, corpulento y cansado, parecía un rey meditabundo, el rey de un país de humo.
Alejandra se quedó a mis espaldas, casi escondida. Él no levantó los ojos hacia ella. Yo me adelanté con la caja en las manos, como si viniera de lejos para entregar una ofrenda. Él la miró sin tocarla. Su voz grave sonó en la habitación. Sonaba como el crepitar de las llamas.
—¿Saben por qué comenzaron a quemar los finales? En Finlandia Sur hay un tribunal de hombres sabios: se reúnen todos los meses y toman las decisiones importantes. Nadie sabe quiénes son, ni dónde se reúnen, y de las decisiones que se toman nos enteramos mucho después. Hace muchos años los sabios de Finlandia Sur empezaron a notar que la gente lloraba cuando terminaban las películas tristes, y cuando terminaban los libros tristes. Notaron inclusive que, aunque el final no fuera del todo triste, en el hecho mismo de que una historia terminara había algo de melancolía. Durante muchos días los hombres sabios de Finlandia Sur pensaron en el asunto; querían llevar felicidad a los hombres, y esas lágrimas derramadas los llenaban de desconcierto. Llegaron a la conclusión de que, sin finales, el final de todas las cosas tardaría más en llegar. Que quizá por el solo hecho de leer cosas sin final llegaríamos a ser inmortales. Y así todo empezó a interrumpirse: empezaron por las películas y los libros, pero la enfermedad se contagió, y llegó a las estatuas, las conversaciones, las anécdotas. Y cuando llegué yo a la ciudad, cuando se enteraron de que el famoso Míster Chan-Chan renunciaba a los finales y se refugiaba en Finlandia, me ofrecieron el cargo de Incinerador. Hasta ahora he sido fiel a ellos. Hasta ahora nunca falté un día ni dejé una página sin quemar.
Yo le entregué la caja. La tomó en sus manos, dejando las marcas de sus dedos negros.
—¿Qué me trajeron? —preguntó, aunque bien sabía lo que era—. No merezco regalos.
—Es algo que le pertenece. Cuando una encomienda no llega a destino, debe volver al remitente. Esta vuelve con años de retraso.
Miró su letra, los lacres, las estampillas, el cordel amarillo todavía anudado.
—¿No es una trampa? ¿No lo armaron ustedes para convencerme?
—Es la caja que usted mandó. Galán nunca la abrió.
—¿Por qué no? Él confiaba en mí. Siempre usaba mis finales, para cada uno de sus capítulos.
—Usted no tuvo en cuenta algo: la gran huelga de carteros. Las cartas se acumularon en los buzones. Pasaron meses hasta que el correo se normalizó.
—Pero entonces… ¿de dónde sacó Galán su final? ¿Por qué decidió condenar al juguetero y a sí mismo?
Yo me encogí de hombros.
—Para eso, Míster Chan-Chan, no tenemos respuesta.
Estaba tan acostumbrado a considerarse culpable, que su inocencia lo desconcertó. Pero creo que entonces empezó a tomarla en cuenta, porque pudo levantar la vista y mirar por primera vez a la hermosa muchacha que lo esperaba, que lo había esperado desde hacía años. Y ella avanzó hacia él, con su vestido crujiendo. El hombre alto la abrazó, dejando las marcas de sus dedos de hollín sobre las tablas del vestido. El abrazo hizo un ruido a papel celofán.
Me sentía un intruso. Sin decir nada, me encaminé hacia la salida.
—¡Esperá! —me detuvo ella, que salía sofocada del abrazo—. Quedate. Falta abrir la caja.
Las manos negras de hollín desataron el cordel y desgarraron el papel. Una moneda roja se deshizo contra el piso: era uno de los lacres. Con un gesto de mago, el Incinerador me mostró el interior de la caja.
—Está vacía —dijo Alejandra, con algo de decepción.
—No —dijo el Incinerador—. Puse una gota del perfume que siempre usaba tu madre. Debí pensarlo antes: ese perfume nunca podría haber inspirado un final terrible.
—Todavía se huele —dijo ella, pero estoy seguro de que solo imaginaba el perfume.
La caja ya había cumplido su cometido así que el incinerador la tomó en sus manos y la arrojó en dirección al fuego. Di un salto y la atajé en el aire.
—La caja me sirve. Vine aquí a buscar un final. Quiero que me lo consiga. Tengo conmigo la historia que tiene que leer.
—No tengo práctica.
—Ahora está salvado. Ahora ha vuelto a ser el mejor buscador de finales.
—No, ahora soy otra cosa. Ahora soy bueno en esto, nada más.
Arrancó las páginas de un libro e hizo un avioncito. Lo arrojó al fuego, pero no acertó. Probó de nuevo. El avión se desvió a último momento, como si una ráfaga lo hubiera interceptado.
—Nunca fallé un solo tiro. Hasta ahora… ustedes me ponen nervioso…
Siguió con dos, tres, diez aviones, cada vez más rápido, cada vez más inquieto, hasta que la boca del horno quedó rodeada de aviones salvados.
—¿Lo ve? —le dije—. Ha vuelto a ser Míster Chan-Chan. Ha vuelto a ser un buscador de finales.
LOS GUANTES
En el hotel cené solo. A la mañana siguiente partiría para la ciudad con las manos vacías. Míster Chan-Chan tenía a su hija, ella a su padre, y yo nada. Era bueno que Sanders no se hubiera hecho esperanzas: así no podía decepcionarlo. La señora María Elena, feliz por haber recuperado a su hermano, me sirvió los platos de una comida interminable; por no quedar mal, acepté uno tras otro. Ya no podía más.
Me había quedado dormido en la mesa, cuando en el comedor del Hotel Las Nubes aparecieron Alejandra y su padre. Él ya no estaba tiznado de hollín: después de una ducha, era otro, y de haberlo encontrado por la calle no lo hubiera reconocido. O se disfrazaba de chino, o se pintaba con humo: no estaba acostumbrado a verse tal cual era. Llevaba la caja en sus manos.
—Usted vino a buscar algo —dijo Míster Chan-Chan. Los dos se sentaron frente a mí. El hombre puso la caja sobre la mesa.
—¿En serio preparó un final? —pregunté.
—No, la caja está vacía. Pero vamos a enviar algo, no se preocupe.
Me pareció importante que, antes de ponerse a pensar, le diera una hojeada al libro de Salerno. Saqué de la mochila el cuaderno amarillo. Al hacerlo, cayeron los guantes. Él los tomó y los estudió. Tenían una etiqueta que decía: Propiedad de la Editorial Libra.
—¿Los guantes de la compañía?
—Sí, ahí trabajo. Así conocí al señor Sanders. ¿No quiere leer el cuaderno de Salerno? No es largo, le llevará una media hora.
—No hace falta leer nada. Quiero encontrar el final a su historia, no a la de Salerno.
Bastó que me hiciera unas pocas preguntas, para que yo, aliviado porque mi búsqueda hubiera terminado, empezara a contarle de Sanders, de Paciencia, de mi madre, de El Palacio de los Botones. Hablé de mi padre también. Hablé como en sueños. En algún momento de la charla, sin interrumpirme, Míster Chan-Chan tomó los guantes y los metió en la caja.
Había trabajado mucho para conseguir ese final, y ahora Míster Chan-Chan no solo se negaba a leer la historia, sino que ponía en la caja cualquier cosa, lo primero que había a la vista, como podría haber puesto el pedazo de tarta de chocolate que no había llegado a terminar.
—¿Voy a llevar mis guantes? Cuando Sanders me vea aparecer con esto…
—Confíe en mí. Vaya a ver a Salerno y lleve esta caja. Si algo le ocurre en el camino, preséntese igual. Un buscador de finales nunca falta a una cita, aunque llegue con las manos vacías.
Fueron a despedirme a la estación.
—Dele mis saludos a Sanders. Dígale que con Oficina de Objetos Perdidos, o sin ella, él sigue siendo el mejor.
Alejandra me llevó aparte.
—Ganaste apenas unos guantes, que ya eran tuyos. Pero yo gané un padre. Tengo que darte las gracias.
—Nunca te vi sonreír. ¿Por qué estás triste ahora?
—No estoy triste. Es que no me sale.
—Hay que ensayar.
—Prometo probar.
Y ensayó y ensayó mientras la miraba por la ventana del tren. Si consiguió algún resultado, no lo sé, porque el tren se marchó antes de darle otra oportunidad.
BRUM VS. PACIENCIA
Dormí en el tren; desperté con la sensación de que me sacaban la caja, pero todavía estaba allí, en mis manos. No tenía tiempo de pasar por mi casa, así que fui directamente a la editorial. El edificio Libra tenía las ventanas encendidas. Los dibujantes y guionistas a veces trabajaban hasta tarde.
Crucé el parque: estaba a punto de llegar cuando fui interceptado. Como la vez anterior, el empujón llegó sin hacerse anunciar. Caí sobre el suelo de grava y hojas secas. Eran dos, pero no llegué a verles las caras. Uno me pateó en el suelo, para que no me levantara, mientras el otro se alejaba con la caja. Después el primero lo siguió.
Me quedé en el suelo, sin ganas de levantarme, esperando que pasara el dolor de los golpes. Miré la noche sin nubes, las estrellas. Tuve la rara idea de quedarme a dormir sobre las hojas secas y esperar allí la llegada del día. Olvidarme de Salerno, de Paciencia, de los finales. Pero entonces recordé las palabras de Míster Chan-Chan:
—Un buscador de finales nunca falta a una cita, aunque llegue con las manos vacías.
Me levanté y empecé a caminar hacia la Editorial Libra. A la altura de la rodilla el pantalón estaba roto, y se veía un raspón. Tendría que lavarme la herida, pero no era el momento. Se acercaba la medianoche, se acercaba la derrota de Sanders. A medida que me acercaba a la editorial, más me dolían los golpes. Subí rengueando los escalones de piedra. La entrada estaba desierta, con excepción de un portero nocturno, que me miró con curiosidad. Un gran reloj dorado colgaba del altísimo techo: faltaban cinco minutos para las doce.
—Los ascensores de noche no funcionan —dijo el guardia nocturno—. Si alguien se queda encerrado, no hay ningún técnico que lo pueda sacar.
Y me señaló las escaleras.
—Lo que me faltaba —dije para mí.
Subí los diez pisos tan rápido como pude y entré sin aire a la sala de reuniones de la editorial. Solo entonces, al ver las miradas de los otros, tuve conciencia de mi aspecto, de los raspones, el pantalón y la camisa desgarrados, las hojas secas que se habían quedado adheridas a mi ropa. En el centro de la sala estaba el escritor, hundido en un sillón, bajo una lámpara que acentuaba su palidez. Estaba extraordinariamente abrigado, con gorro, pulóveres y bufandas. A su lado estaba el señor Libra, Jacobo Libra. Era la primera vez que lo veía, pero lo reconocí por las fotografías y los retratos. En los retratos se lo mostraba como un hombre gigantesco. En la vida real las cosas tienen una escala diferente: Libra era bajito y frágil. Separados por ellos, Sanders y Paciencia se miraban con odio. La mujer fue la primera en hablar:
—Que mi nombre me valga: ya estaba cansada de esperar, Sanders —Paciencia miró mejor y simuló sorpresa—. Caramba. Parece que el chico no trae nada.
—¿Interceptado? —preguntó Sanders.
Asentí con la cabeza.
—¡No trae nada porque lo interceptaron sus delincuentes, aritmética bruja!
—¡No acuse sin pruebas! Lo voy a demandar. Pongo a Libra y a Salerno de testigos.
Salerno se acomodó la bufanda.
—Dejemos los juicios para otro día. Hoy se terminaba el plazo. Tengo que ver qué me han traído.
—Empiezo yo —dijo Paciencia—. Bueno, empiezo y termino.
Salió unos segundos de la habitación y regresó con una jaula que tenía la forma de una casa alpina. Todos oímos un graznido que nos llenó de inquietud. Paciencia abrió la puertita de la jaula y de allí salió un cuervo que comenzó a dar vueltas por la habitación.
—¿Qué es esto? —dijo Sanders—. Ya sabe que no se admiten seres vivos.
—Lo lamento, Sanders, los objetos inanimados se me acabaron. Además, en el cuento aparece un cuervo.
El pájaro daba vueltas por la habitación, rozando con sus alas negras y brillantes las lámparas del techo.
—Suficiente —dijo Salerno—. Ya lo he visto. ¿Sabe cómo volverlo a la jaula, Paciencia?
Paciencia miró al cuervo, miró la jaula, miró al cuervo, la jaula de nuevo, y no encontró ninguna manera de acercar uno a otro.
—No, lo siento, Salerno. Los animales vienen sin instrucciones.
—Y ahora es su turno —me dijo Salerno—. Muéstreme sus manos. Algo tiene que tener ahí.
Se levantó del sillón, tan rápido que me tomó por sorpresa. En ese momento el cuervo chocó con la lámpara del techo y la sala quedó en la oscuridad. Se había producido un cortocircuito. Según supe después, medio edificio había quedado a oscuras.
Pero Salerno ya se había puesto de pie con un ímpetu excesivo. Al hacerlo, tropezó con el bastón de Libra y cayó hacia delante. Yo tendí la mano para sostenerlo, y él tendió la suya para frenar el golpe. Cuando las manos se acercaron, la electricidad trazó un puente de luz. Era una chispa perfecta, azul, y, según convinimos después, nadie había visto nunca una chispa mejor. Un rayo de bolsillo. Míster Chan-Chan había previsto todo: el robo, los ascensores que dormían de noche, las manos desesperadas de Salerno que buscaban el final que se le negaba. Míster Chan-Chan había contado con esa mercadería secreta, pero no con la fuerza de la chispa: apenas fue tocado por el rayo, Salerno se desplomó en el sillón.
Lo rodeamos en la oscuridad. Libra trató de reanimarlo a los gritos: estaba tan acostumbrado a dar órdenes que le parecía que aun la gente desmayada debía obedecerlo. Sanders lo sacudió, y ya le había dado dos cachetadas, cuando se dio cuenta de que en realidad estaba zamarreando a Libra.
—¡Basta, Sanders, o lo echo! —gritó el editor.
A todo esto, Salerno no reaccionaba. Por unos segundos, pensé que había muerto.
El cuervo, cansado de volar, había elegido una de las ventanas. Seducido por lejanas estrellas, atravesó el cristal.
LA DECISIÓN DE SALERNO
La luz volvió poco después. Comprobamos que Salerno vivía, aunque todavía no había recuperado la conciencia. Sanders fue a buscar una jarra de agua. Iba a acercar un vaso a los labios de Salerno, pero lo pensó mejor y le vació la jarra en la cabeza.
—Es para despertarlo —aclaró, pero yo sabía que así se vengaba de que Salerno lo hubiera traicionado.
—Lo tengo —dijo Salerno al despertar.
—¿Y? —preguntó Paciencia.
—Voy a usar el final de Sanders. Bueno, en realidad el final del muchacho… Paciencia dio un chillido.
—Traje un escritorio Luis XIV, un palo de golf, una máquina de escribir con caracteres chinos, que ocupaba media habitación, un cuervo que tuve que robar del zoológico municipal. Y la contorsionista, por supuesto. ¡Estuvimos cinco horas para estirarla del todo! A usted nada de todo esto le importa. A la hora de decidir, ¡elige una chispa!
Salerno parecía feliz de haber vuelto a los finales de Sanders.
—Lo lamento, señora Paciencia. Una chispa era lo que necesitaba.
Paciencia tomó la jaula y la tiró por la ventana. La jaula rompió los restos de vidrios que le quedaban a la ventana.
—Dejo el mundo de los finales. No merecen mis cálculos ni mis estadísticas. No me merecen a mí.
Al marcharse dio un portazo que hizo temblar las paredes.
Los otros se habían sentado, yo me senté también, sin pedir permiso. Entraba aire frío por la ventana rota. Salerno, empapado, temblaba. El señor Libra hizo traer toallas y mantas. Nos quedamos unos minutos callados: el silencio que precede a los cuentos.
—Voy a contarles el final de mi historia —dijo Salerno entre temblores—. Es más o menos así:
Y yo repito lo que oí, lo que ahora recuerdo:
—¡No voy a abrir! —gritó el señor Voss. Pero la puerta volvió a sacudirse y por debajo de la puerta empezó a crecer un hilo de sangre. ¿Estaba aquel guerrero tan herido que acabaría por caer muerto frente a su puerta? Había que encontrar una solución.
—Le voy a explicar a este hombre cómo llegar al parque. Allí hay una serie de sitios muy cómodos para tenderse sobre las hojas secas y morir en paz. Un guerrero debe morir en contacto con la naturaleza, y no en la puerta de un honesto redactor de informes comerciales.
El señor Voss abrió y notó que el tercer guerrero estaba en peor estado que los anteriores. Tenía una palidez mortal y una estaca de hielo le atravesaba el corazón. Un vapor blanco salía de su boca. El señor Voss acercó sus dedos al hielo, pero el guerrero retrocedió espantado.
—¡No la arranque! ¡Si la arranca, muero! Y soy el último que puede salvar la ciudad. ¡El nombre, el nombre!
La voz del guerrero sonaba sin esperanza. Esta vez el señor Voss no se animó a decir que no ni a cerrarle la puerta. Escribiría cualquier cosa, tal vez su propio nombre, Voss, en un papel de carta, para que el guerrero no partiera con las manos vacías. Quizá tuviera la suerte de morir en el camino, antes de enterarse de que había llevado de regreso una palabra falsa.
Tomó una vieja lapicera que conservaba de sus tiempos de estudiante, y que siempre le manchaba los dedos. Antes de que pudiera escribir una palabra, una gota de tinta se estrelló contra el papel. Quedó en el centro de la hoja, y tenía algo de estrella y algo de flor negra. Entonces el señor Voss supo. Recordó que ese era el nombre silencioso que ponía en marcha al volcán. Durante toda su vida había sido cuidadoso, pero nunca había podido evitar la caída de las gotas de tinta. Quizás el niño que había sido supo que aquello no cambiaría; que no se podía confiar en la memoria, pero sí en aquella firma involuntaria.
—Ponga este papel en la boca del guerrero de piedra que yace bajo el volcán — ordenó el señor Voss con una autoridad desconocida, y empujó al mensajero hacia la batalla. El guerrero se alejó de un salto, como si la punta de hielo sobre su corazón se hubiera derretido.
«¿Qué ha sido todo esto?», se preguntó el señor Voss antes de dormir. «¡Qué niño insensato que fui! ¡Debería castigarse con rigor a los niños que imaginan ciudades! ¡Y si cometen la imprudencia de volverlas realidad, mandarlos a la cama sin cenar!».
Pero luego se tranquilizó: había olvidado a Vulcandria una vez y podría olvidarla de nuevo.
Apenas apagó la luz oyó tres golpes contra el vidrio. Abrió la ventana y vio un aleteo negro. El cuervo graznó su mensaje de victoria, y ya cumplida su misión se perdió en la oscuridad.
RENGLONES EN BLANCO
Un mes más tarde apareció el libro del señor Salerno. A primera vista era un cuaderno en blanco, cada página se veía así:

Pero en realidad se trataba de tinta fotosensible. El cuaderno, con el correr de las páginas, se llenaba de letras. Había que dejarlo un buen rato al sol, y de este modo las palabras, hasta entonces escondidas, aparecían.
En cuanto a Finlandia Sur, la deserción del Incinerador, que al principio pasó inadvertida, empezó a traer grandes cambios. En los mercados, en la cola de los cines, en las plazas, corría el rumor de que el gran hombre había desertado. Otros lo reemplazaron, pero ya no fue lo mismo: ya ni los hombres sabios de Finlandia Sur creían que su método sirviera para algo. Había que aceptar los finales, como se aceptaban los principios. Así empezaron a aparecer las hojas arrugadas que contaban cómo terminaban las historias, y en los cines los espectadores se sorprendían ante el cowboy que se alejaba rumbo al desierto, o ante el beso que cerraba la película.
En cuanto a Míster Chan-Chan, dejó Finlandia Sur y volvió a actuar en los teatros. Recuperó su apariencia oriental: los bigotes postizos, la túnica roja con dragones dorados, el bonete azul. La gente le contaba una historia y le preguntaba por el final: entonces él les decía algo que no sé si era verdadero, pero echaba sobre las cosas una luz más viva. A través de sus palabras, todo parecía más importante.
Una noche fui a verlo. Tenía planeado levantar la mano y preguntarle:
—¿Y mi historia, Míster Chan-Chan, cómo termina?
Pero no me animé. Y sin embargo, aunque no llegué a pronunciar palabra, Míster Chan- me contestó: después de clavarme los ojos, hizo un enigmático gesto y señaló el fondo del salón. Ahí estaba Alejandra, almidonada y de pie. Había vuelto a su vestido azul. Yo abandoné la fila y fui hasta el fondo, justo para ver algo tan inesperado como una gota de tinta que se estrella contra el papel, o una chispa que salta y que ilumina:
Alejandra, la seria Alejandra, sonreía.
FIN
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