de Daniel Diez
Quizás los signos de la desaparición de Sven Würnik no haya que buscarlos en aquella noche de tormenta. Acaso los hechos que solemos concebir como sorpresivamente trágicos tengan un principio muy anterior al que sospechamos.
Si existiese un comienzo éste sería cuando, por pura osadía, logré vía mails interesarlo sobre nuestro proyecto en tal forma que terminó por aceptar venir hasta aquí. Luego seguiría en Ezeiza, la mañana en la que llegué con la suficiente antelación como para esperar el vuelo.
Lo reconocí ni bien atravesó las puertas de vidrio. Llevaba puestas unas bermudas verde pálido y una chomba amarilla y, si bien él venía del verano, me llamó la atención que no previera que acá estábamos en invierno. Bajé el cartel y fui a su encuentro. No disimuló su asombro cuando me presenté, tal vez esperaba que enviasen a un chofer.
Würnik se mostró educado durante el viaje pero distante. Me preguntó si hablaba alemán o francés y ante mis balbuceos dijo que prefería entonces que lo hiciéramos en español. Eso le permitiría poder perfeccionar el idioma y descansar quince días del inglés.
En el laboratorio saludó con gravedad a cada integrante del equipo, preguntó algunas trivialidades sobre nuestros avances, en dos o tres oportunidades necesitó que le tradujesen algunos términos. Para mi gusto inspeccionó con excesivo detenimiento el instrumental. No ocultó su decepción al comprobar que las centrifugadoras no eran digitales, que no contábamos con cámara de vacío y que nuestro sistema operativo aún usaba la versión dos mil.
Realizó un par de preguntas técnicas con impaciencia y en un español titubeante. Al ver que nadie acertaba con las respuestas y que lo trataban como si fuera un embajador en vez de un científico, me buscó con la mirada y vino a mi encuentro.
Pude entender sus dudas y asegurarme de que comprendía las respuestas. Desde ese momento prefirió casi siempre dirigirse a mí e ignorar a los demás. Lo llevé hasta mi oficina y le mostré los Informes. Lo dejé solo para que pudiera estudiarlos con tranquilidad y me quedé del otro lado de la puerta. Tres horas después entré con los dibujos y las fotografías de las gábulas.
–¡Ah!... –Würnik chasqueó la lengua con satisfacción. Las observó con una minuciosidad exasperante y luego, con resolu ción, preguntó en un tono imperativo si podíamos ir a Punta Roja esa misma noche.
Le contesté que por supuesto y me felicité por mi buen juicio en anticiparme a su pedido. Mis colegas tuvieron que guardarse la cena en su honor que habían preparado. Ellos se encandilaban con la figura del biólogo eminente y no veían que Würnik, además de una mente brillante, era un explorador arrojado que no había venido hasta acá para reposar en una cama de hotel, realizar una visita guiada a la ciudad y recibir elogios hasta el hartazgo.
En el trayecto a Punta Roja me sentí en la obligación de alertarlo sobre la precariedad de las condiciones en la zona. Apenas un puñado de carpas dispuestas sobre los pajonales y un trailer con el instrumental básico completaban nuestras instalaciones. Tomé el camino de ripio y luego la bifurcación ya bien entrada la noche.
Aproveché los sacudones de la camioneta para comentarle que ese camino no había sido transitado por más de veinte años, hasta que un año atrás, un lugareño había decidido explorar el terreno. Las cuatro mil hectáreas que recorríamos hacia la oriIla habían pertenecido a un inglés sin descendencia. Al morir éste habían pasado a la nación, que a su vez los había cedido a la provincia para salvarse del costo deI alambrado perimetral.
Le expliqué, mientras señalaba los pajonales que nos rodeaban y que la camioneta iluminaba fugazmente, que toda la zona solía anegarse con los desbordes de varios riachos, afIuentes del Salado, y que por eso su valor era casi nulo. El lugareño, con la compañía de un perro y la escopeta, se adentró un atardecer a pie para no dejar marcas demasiado visibles. Su propósito era realizar un relevamiento del lugar y ver qué beneficios podría sacarle a ese pedazo de tierra abandonada. Esperaba encontrar garzas de cuello largo, cañas no podridas o, con suerte, algunas madrigueras de liebres, aunque hacía años que no se las veía por la zona. Cuando alcanzó la costa amanecía y, aunque ya estaba cansado y dispuesto a las sorpresas, lo que encontró le cortó la respiración. Toda la orilla, en una extensión de unos doscientos metros a lo largo, estaba plagada de unos bichos raros que se movían con dificultad sobre el barro y que él desconocía. No podía saber que estaba frente a una nueva especie, las gábulas, y que era el primero que las veía. Pronto comprendió que no habría forma de sacarles algún provecho y avisó a la comisaría. La policía, sin ir hasta el lugar, avisó al Museo de Ciencias Naturales de La Plata y éste al Conicet.
–Nuestros recursos son ínfimos y somos conscientes de la importancia de llevar esta investigación con método –aproveché a aclarar cuando intuí las pocas luces que rodeaban las carpas–. Todos nosotros tratamos de revertir la precariedad con nuestro profesionalismo.
Würnik asintió, quizás más por compromiso que porque le importase nuestra situación de verdad. Llegamos y, en vez de saludar a los otros biólogos o estudiar las muestras del suelo, los increpó casi con brusquedad sobre si habían podido conseguir algún ejemplar en los últimos días.
–Hace tres semanas que no registramos nuevas apariciones –explicó Carrera–. Los últimos ejemplares, como sabrá, no resistieron fuera de la orilla más de dos horas. Würnik pidió que lo condujese a la costa.
Tuve que ponerme firme porque de la ansiedad quería ir así nomás, sin calzarse al menos un par de botas. Pronto agradecería mi insistencia en que se pusiera el traje completo. A medida que avanzábamos hacia el agua el suelo se volvía cada vez más blando bajo Ios pies. A unos doscientos metros del margen el barro nos llegaba por debajo de las rodillas.
El desplazamiento era complicado y nuestro avance lento y fatigoso. Apenas el esfuerzo de liberar una pierna del barro espeso servía para volver a enterrarla unos pocos centímetros más allá y hacer lo mismo con la otra. Würnik se aferraba a los yuyos con firmeza y marchaba adelante. Mis nervios me traicionaron y, a pesar de que había recorrido ese mismo tramo muchas veces antes, perdí el equilibrio en innumerables oportunidades. A los treinta y cinco minutos llegamos a la costa y alcanzamos la plataforma. Cansados de que los botes se encallaran definitivamente o se volcaran con asombrosa facilidad, habíamos construido una especie de balsa formada por tablones y suspendida por barriles de plástico. Esa estructura nos permitía conservar los instrumentos más o menos a salvo.
Würnik se había sentado en la punta este de la plataforma, de cara al río, con los pies hacia afuera. Miraba la oscuridad del agua con una insistencia abrumadora. Reconocí esa mirada muy bien: debo de haber tenido esos mismos ojos la primera vez que llegué a Punta Roja. Me acerqué con nuestra mejor linterna y me senté a su lado.
–Los niveles de talio y mirgón en el suelo varían en cuestión de horas –dije y le tendí la linterna–. En el agua se mantienen estables, entre 500 y 700, pero en toda esta franja de terreno se han llegado a encontrar niveles desconcertantes. El talio ha llegado a aumentar a 5.000 en cuestión de minutos. Hemos medido niveles de mirgón de hasta 15.000 partículas y así como sube desaparece, hasta no dejar rastros, ni en el limo ni en la vegetación.
Würnik alumbraba un único punto debajo de sus pies y asentía.
–Todavía no tenemos fijado un patrón de los niveles, porque estos no parecen seguir ninguno. Hasta hace poco las variaciones nos sorprendían tanto que más de una vez pensamos que nuestros reactivos fallaban –reí con una risita cómpIice, como buscando una reciprocidad pero Würnik pareció no comprender mi intención–. El río es otra cosa –agregué serio–: en toda esta zona los vientos son muy cambiantes.
Würnik adelantó la luz hasta el agua que parecía tan quieta como un espejo.
–Ahora está calmo pero no será por mucho. Todas las veces que aparecieron gábulas el movimiento del río era intenso.
Ya me estaba habituando al cambio de expresión de la cara de Würnik cada vez que alguien nombraba a las gábulas y callé. Por un largo rato pensé cuánto en realidad entendería de mis palabras.
La noche transcurrió sin sorpresas. El río se revolvió y sacudió la plataforma con una violencia tal que nos tuvimos que enganchar las muñecas en las correas para no caer; con las primeras luces del día volvió a calmarse y llegó hasta la orilla lento como una lengua. En todo ese tiempo Würnik no apartó la vista de la costa. Sus ojos negros, tan infrecuentes en un sueco, obstinados, parecían no estar dispuestos a observar otra cosa que el momento en que las gábulas apareciesen en la orilla.
A las nueve de la mañana le dije que podíamos volver, ya que por ese día no tenía sentido seguir haciendo guardia. Asintió con resignación y me siguió por el camino de barro hasta el campamento.
–Le convendría comer algo y dormir un poco, para reponerse del viaje y estar bien para la noche.
Würnik hizo un gesto con la mano como si quisiese alejar mis palabras. Insistí y lo acompañé a que tomase un buen desayuno. Le dije de nuevo si no prefería que lo llevaran al hotel, ya que una de las camionetas estaba a su disposición. Rechazó la idea con energía. diciendo que no era conveniente alejarse. Lo conduje hasta nuestra mejor carpa y a nuestra mejor bolsa de dormir.
–Acá nadie lo molestará; cuando despierte le mostraré algunos estudios de los cuales me gustaría conocer su opinión.
Me dirigí a otra carpa para poder dormir también un par de horas. Cuando desperté todo el cuerpo me dolía y sentí los músculos fláccidos, sin voluntad. Era evidente que había estado más nervioso y tenso de lo que había creído.
Würnik durmió nueve horas seguidas. Al despertar su expresión ya no era la que le conocíamos. El pelo enmarañado había abandonado la raya al costado y unas líneas gruesas y separadas le cruzaban la frente. Parecía como si hubiese despertado sin saber ni en dónde estaba ni para qué. Le mostré los estudios, a los que para mi sorpresa halagó. Luego quiso saber mi opinión personal sobre el escaso tiempo en que las gábulas sobrevivían cuando alcanzaban la costa.
A la tarde comimos una cena liviana y la escena se repitió: Würnik se enfundó dentro del traje con impaciencia y encabezó nuestra marcha por el Iimo. Ocupó el mismo lugar en la plataforma y esperó en vano toda la noche. Aprovechándome de su estado de alerta, me tomé la libertad de dormitar de tanto en tanto. Al terminar ya de día me increpó sobre qué seguridad teníamos de que las gábulas no estuviesen apareciendo en otra zona.
–En todo este tiempo el único lugar fue este. Al alejarnos de esta franja, los niveles de elementos casi no existen, como en toda la provincia.
–Es mejor revisar –contestó implacable. Lo llevé a recorrer varios kilómetros al sur con la camioneta.
Würnik me hizo detener en diversas oportunidades para acercarse hasta el margen, tomar un poco de cieno con las manos, deshacerlo entre los dedos, olerlo. Para disipar el ánimo de pesimismo que traía de vuelta, al llegar le di a escuchar la última grabación que teníamos. Un técnico había podido tomar los sonidos de las filmaciones y ecualizarlos para alcanzar una mayor nitidez.
–Esto es bueno –dijo animado, después de escuchar el primer minuto. Asentí y me alegré de que vaIorase lo que hacíamos. Tenía pensado intercambiar algunas opiniones una vez que terminase de escuchar la cinta pero no tuve oportunidad.
Würnik se encerró en la carpa con los auriculares puestos y salió recién cuando anochecía. Me pidió pilas nuevas y supe que había estado escuchando a las gábulas durante toda la tarde. Este último ejemplo del nivel de compromiso que tenía con nuestro proyecto me sorprendió. El sonido que producían las gábulas era similar a un gorjeo continuo. Una especie de lamento tímido, monótono y sufriente, como si ellas mismas supiesen que esa ciénaga a la que las aguas las empujaban significaba por un lado el triunfo de alcanzar la costa y al mismo tiempo el suelo que las envenenaría sin remedio.
El sonido era especiaI: su aspereza delataba la ausencia de cuerdas vocales desarrolladas, pero su ondulación demostraba que usaban algo más que branquias. De los pocos especímenes que habiamos podido disecar antes de que se deformasen, sabíamos que las gábulas estaban en continuo desarrollo, pero que fuesen tan frágiles para ese terreno nos desconcertaba. El sonido, agudo pero rugoso, acompañaba a la perfección el aspecto exterior de Ias gábulas: un cuerpo embrionario, raquítico, color arena oscura y una cabeza romboide, con ojos recubiertos por una delgada membrana muy separados entre sí.
Würnik se apropió de esa cinta como si fuese suya y nadie se animó a reclamársela. Con el pasar de los días se corrió el chiste de que hasta dormía escuchándola. A medida que los días empezaron a transcurrir sin novedades, su humor se volvió más sombrío.
Como un par de trámites pendientes me reclamaban, y quizá también para despegarme un poco de su presencia que por momentos lograba agobiarme, me fui dos días a Buenos Aires. Cuando regresé tenía la esperanza de que Würnik hubiera adoptado una actitud más cordial con el resto del equipo pero había sucedido lo contrario: no había prácticamente hablado con nadie y todos estaban medio ofendidos.
Lo busqué en su carpa, esperaba que al menos se alegrase de verme. Su saludo fue el de siempre y me dijo, abatido y como si hubiese hecho falta, que en esos dos días no habían tenido suerte.
A la tarde me llamaron del laboratorio con preocupación. Se habían comunicado de la Universidad de Kalmar y pedían que Würnik los llamase y les contestara algunos mails. Würnik no le dio importancia a lo que le contaba y fue a preparar su traje para la noche. Pasaron nueve días más y las gábulas seguían sin aparecer.
Para esa fecha Würnik ya no hablaba y solo me contestaba a mí, si le preguntaba algo específico, con monosílabos o con la cabeza. Tuve que reunirlos y recordarles a todos la conveniencia de que un investigador de su presti gio se hubiese dignado a venir hasta esta periferia, para lograr aplacar la animosidad que comenzaba a reinar en el grupo. Mi celular sonaba varias veces al día con llamados de Buenos Aires que pedían hablar con Würnik con urgencia, pero este me repetía la seña de que él se comunicaría más adelante una y otra vez.
El día anterior a la fecha de su pasaje de vuelta me pidió que me encargase de posponer su regreso por unos días. No me resultó fácil hacer los trámites y Iograr que el Conicet los aprobara.
Cuatro días después, una mañana al volver al campamento, un administrativo llamado Vedia nos esperaba con un enviado de la embajada de Suecia. El enviado se alejó con Würnik como si alguien más pudiera llegar a entender lo que hablaban.
–La Universidad de Kalmar y el Opsaheden Institute llegaron a pensar que lo teníamos secuestrado –me explicó con ironía Vedia–. Estos se creen que somos unos salvajes.
–Se ha negado a enviarles un mail siquiera, está muy concentrado en la investigación –dije, a pesar mío, con tono de defensa.
–No es solo eso: parece que dejó pIantado a todo un congreso en Zurich.
Cuando regresaron el ceño del biólogo estaba más apretado aún y el enviado tenía la expresión de un chico al que un mayor, con justa razón o no y por el solo hecho de que su posición de poder lo autoriza a hacerlo, lo ha reprendido sin miramientos.
Una vez solos me comentó que había conseguido quedarse cinco días más, me realizó su pedido diario de pilas nuevas y se encerró en su carpa. Por la noche se lo veía cansado y no dirigió como todas las otras veces la caravana.
Para muchos ese fue otro claro indicio de lo que vendría después. Dos días más tarde, a las cinco de la mañana, el viento cambió; la sudestada golpeó de pronto en nuestras caras y comenzó a agitar al río. El cielo violeta retumbó y pareció rajarse en dos, luego dio la impresión de que bajaba hasta nosotros y el aire se volvió espeso.
En un segundo la tenue claridad del amanecer desapareció. Empezó a llover. El agua llagaba la costa y sacudía la plataforma con una furia enloquecida. A pesar de que la oscuridad era total, nos arreglamos con las linternas para asegurar el instrumental y nos enganchamos en las correas.
La plataforma subía y bajaba, quedando en breves intervalos en el aire. Temí que la fuerza de las olas nos desenganchase de la costa y les grité a todos que estuviesen atentos por si se soltaban las amarras. Una batería de truenos sonó a nuestras espaldas. La lluvia helada brotó con más fuerza.
Aunque nos golpeábamos contra los tablones y el frío había empezado a traspasar los trajes, entre nosotros reinaba una especie de euforia secreta. Un sentimiento de peligro infantil, como de parque de diversiones, que nos envolvía y nos hacía desear que el viento no se detuviese, que siguiéramos así un rato más sin importarnos nada. Por un momento fuimos chicos alegres disfrutando las olas y el agua con disimulo, arengando al viento para nuestros adentros, desafiándolo a que nos levantase de nuevo. Todo el grupo parecía divertirse menos Würnik; podía presentirlo impasible sentado en la punta este de cara hacia el agua.
El viento empezó a mantener a la plataforma suspendida en el aire y luego a soltarla como si aflojase la mano de golpe. Cada vez que caíamos las correas se tensaban y tuve miedo de dislocarme las muñecas o un tobillo. Las luces de las linternas se movían sin razón, alumbraban inútilmente el hueco oscuro de la noche.
En uno de los choques contra el río la mitad de las cajas con el instrumental se desprendieron de las trabas y rodaron por las tablas hasta que fueron tragadas por el agua. En otra de las bajadas la madera crujió con un sonido grave, por sobre el ruido de las olas, y no sé quién gritó que si seguíamos así la plataforma no resistiría mucho más.
En ese momento tuve la sensación de que era la primera vez que todo el grupo se comportaba con conciencia de equipo. El gorjeo de las gábulas se empezó a oír de golpe. Alguien le gritó a Fernández para que tratase de alcanzar la filmadora y calló.
Todos callamos, porque el sonido de las gábulas era muy débil, casi imperceptible y por un momento dudé si no nos lo imaginábamos. Me liberé una mano para poder alumbrar la costa.
El haz buscó entre la espuma y el barro hasta que encontró una del tamaño de un puño. Reptaba en el limo con esfuerzo, trataba de alejarse de la costa y del agua que la castigaba en cada oleaje. Parecía más frágil que los ejemplares anteriores, como si la marea estuviese expulsando una última resaca. La boca desmesuradamente abierta, los ojos enceguecidos por la luz y su reptar lento y torpe le daban un aspecto desvalido.
La plataforma se izó a una altura imposible y luego se estampó en el río por el lado norte. Nos hundimos y el agua nos tapó por completo. Al salir a la superficie Rojas gritó que los barriles se estaban soltando. Traté de orientarme y busqué de nuevo a la gábula por la orilla con la linterna. Cuando la encontré los demás alumbraron hacia ese punto. Había tres ejemplares más que también intentaban alejarse y llegar a los juncos.
Tuve una intuición, o algo más elemental que eso, y en vez de continuar alumbrando en esa dirección lo busqué a Würnik. La luz me mostró el perfil tenaz recortado por la lluvia. Observaba el agua como siempre, pero con la boca abierta quebraba la voz y repetía el gorjeo incesante, la súplica débil y rugosa de las grabaciones. Estaba llamándolas. No quise que los demás lo vieran así y aparté la luz de su cara.
El viento nos subió de nuevo como a un barrilete mojado y las maderas de la plataforma empezaron a separarse. Desenganché la otra muñeca pero no pude liberarme el tobillo. Me hundí con un tablón atado al pie. La sudestada me escupió en la costa junto con varios barriles y pedazos de telgopor. Después de desatar la correa del tobillo me di cuenta de que en ningún momento había soltado la linterna. Empecé a buscar a los otros, que pronto empezaron a acercarse a mis gritos y a la luz.
El sonido de las gábulas era casi inexistente, creo que ya no gritaban y lo que nosotros percibíamos era el residuo de ese grito. Miré mi reloj: eran las nueve menos cuarto. La lluvia se detuvo media hora después. El viento comenzó a disminuir y el cielo se despejó con una rapidez asombrosa. Cuando tuvimos visibilidad suficiente vi que estábamos todos menos Würnik. A pesar de nuestros esfuerzos no pudimos encontrarlo; las gábulas, hasta la fecha, tampoco volvieron a aparecer.
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