El enigma de los rastros
Ángeles Durini – Magdalena Gutiérrez
Claudia Sueiro – Mora Bortot
Irene Pérez Bourbon – Susana Cazenave
I Un heladero inquietante
Juan Cillaro tenía una heladería en Puerto Madryn.
Eran los helados más sabrosos del sur, hechos con leche y cremas de lo mejor, frutas verdaderas, trozos de almendras gigantescas, chocolate puro, ron del bueno, sambayón con receta galesa. En esta heladería artesanal, al leer el listado de los diferentes gustos, los clientes se maravillaban de las combinaciones tan caprichosas e impensadas que se ofrecían.
Y Juan relucía tanto como sus helados: buen mozo, bucles rubios, espaldas perfectas, lindísimas manos.
Cuando las porteñas llegaban a Puerto Madryn, se quedaban locas con Cillaro. Después de ir a ver los pingüinos o nadar por el Golfo, corrían a la heladería.
–¡Qué ricos helados que hacen en Puerto Madryn!
–¡Qué avellanas súper!
–¡Qué dulce de leche!
–¡Qué bombón!
Como todas las porteñas, Lisi, Diana y Sofía suspiraban antes de probar bocado, con sólo ver a Juan llenar los cucuruchos.
–¿Ése de qué es?
–Zapatitos de duendes chocolatados.
–Ah, ¿y ese otro?
–Sauco al whisky.
–¿Y ése?
–Corintos con néctar de mutisias.
–Mmmm ¿Y ése de más allá?
–Calafate tramontano.
–Ah, ¿y aquél?
–¿Cuál?
–Allá al costado.
Lisi no se conformaba con ver a Juan sólo de frente. Quería
curiosear el perfil de la espalda. Chusmearlo de atrás, hasta los zapatos. Pero al heladero lo tapaba un mostrador con un diseño tan original que de la cintura para abajo, nadie podía ver nada. Por eso ella señalaba cualquier helado, para que Cillaro se tuviera que mover, levantarse de aquella silla en la que parecía estar sentado.
Diana y Sofía, un poco más atrás, muertas de risa. También ellas muertas de ganas de espiar detrás del mostrador.
Pero Juan alcanzaba todos los helados con sólo estirar los brazos.
Juan, el de las lindísimas manos, manejaba la heladería y las miradas, desde su asiento invisible.
De pronto uno de los potes atrajo la atención de Lisi.
–¿Y ese helado? ¿De qué es?
Por primera vez Juan cambió la expresión: abrió los ojos y se le puso tenso el contorno de su boca, casi una mueca. Su voz enronqueció. La pregunta lo había sorprendido.
–Este pote no es para los clientes –contestó mientras lo escondía debajo del mostrador.
–Pero sus colores son hermosos: el rojo con lunares blancos, o ese verde con pintas negras, ¿cómo los lográs?
La inquietud de Juan Cillaro iba en aumento, su mirada había dejado de ser cordial.
Lisi, ajena a la transformación del heladero, insistía.
–¿De qué están hechos?
Sofía y Diana ya no se reían, no podían comprender qué pasaba, aunque se sintieron incómodas.
–Bueeeeeno, vamos yendo –dijeron mientras tiraban del brazo de Lisi, arrastrándola fuera del local.
–Chau, nos vemos –se despidió ella con los ojos fijos en Juan.
En la vereda hablaron y las tres quedaron mirándose. No
entendieron bien, o no quisieron entender, lo que sucedía.
El sol estaba aún calentito. Las porteñas decidieron bajar a la playa para disfrutar de lo que quedaba de la tarde. Un paseo por la arena es capaz de borrar cualquier inquietud.
Con malhumor, Cillaro dio una patada sobre el piso alfombrado del negocio. Preparó el cucurucho más grande, lleno de helado rojo con pintas blancas y lo espolvoreó con una mezcla de coirón y tréboles prolijamente cortados. Un helado demasiado especial, demasiado energizante como para venderlo a sus clientes.
–Mmmm, qué bueno –los primeros bocados lo apaciguaron.
Poco a poco su cuerpo se fue reconfortando con diversos efectos y se tranquilizó pensando en que nada grave había sucedido.
II Lisi al ataque
Al día siguiente, justo cuando el sol comenzaba a asomarse, Juan levantó silenciosamente la persiana de la heladería.
Enfrente, desde la ventana de un bar, Lisi lo observaba con
curiosidad. Los claroscuros y los reflejos del amanecer no la dejaban percibir bien a Cillaro.
–Veo sus brazos y sus rulos pero no distingo más abajo.
¿Qué tiene ahí, un enorme perro juguetea entre sus pies? –se preguntó Lisi.
Y después ya no pudo ver más porque el heladero se ubicó como siempre, detrás del mostrador.
Ella se levantó de la silla y cruzó. Le daría charla. Y así fue.
Todo iba bien: la entrada al negocio, el saludo amigable, las
sonrisas, las miradas entre los dos.
A Juan Cillaro esta porteña no le era indiferente.
Cuando él se inclinó sobre la heladera para acomodar los potes, ella, en puntas de pie y apoyada sobre el mostrador, se acercó a los rulos rubios para susurrarle al oído:
–Quiero uno que sea rojo con lunares blancos.
Al segundo, un asombro silencioso los separó. Lisi había
vislumbrado un movimiento oscuro muy extraño contorneándose debajo del mostrador. Juan dejó salir de su boca un ronquido sordo mientras trataba de desenredarse de la turbación que le producía Lisi. Ella, pálida, retrocedió hasta la puerta abriendo correr.
Corrió tres o cuatro cuadras hasta que, agitada, se sentó en la escollera frente al mar. Miles de imágenes que le hicieron saltar lágrimas comenzaron a pasar por su cabeza. Y lloró. Lloró la bronca y la impotencia. Tendría que haber preguntado. Pero pudo más el temor.
Lisi estuvo así un rato largo pensando cosas rarísimas. Al fin, se propuso una meta antes de regresar a Buenos Aires: debía descubrir qué pasaba.
En realidad deseaba que lo que suponía haber visto fuera sólo un espejismo.
III Buscando pistas
Cuando Lisi llegó a la posada le preguntó a la dueña:
–Marga, ¿hace mucho que Dionisio’s está en Puerto Madryn?
–¿Por qué te interesa tanto?
La sorprendió que le contestara con una pregunta. Tenía que
inventar ya una respuesta. La curiosidad la carcomía:
–Nooo... como mi hermana que vino el verano pasado no me
comentó nada sobre Dionisio’s... –la porteña hablaba rápido, a borbotones, para que no se le notara la turbación–, y son tan fabulosos los helados y de gustos tan raros... ¿El dueño vive por acá cerca?
–¿Lisi, te pasa algo? –Márgara la miró con atención–.
¿Estuviste llorando? Parecés nerviosa.
–No, es el sol. Estoy rebién.
“Rebién no estás”, pensó Marga, y decidió responderle para no inquietarla más:
–Dionisio’s es una heladería nueva. Antes tenía otro nombre y la atendía un matrimonio amigo mío, los padres de Martín, ese muchacho alto que es investigador, biólogo marino. ¿Lo ubicás?
–Ni idea –respondió Lisi, acompañando la negativa con una
mueca.
–Buen... Después de que mis amigos se fueron a vivir a Mar del Plata, Martín se encargó él mismo del negocio, pero esta primavera puso la heladería en alquiler. El nuevo inquilino le cambió el nombre y la abrió como Dionisio’s. Este heladero no es de acá. Vive en la casa que está detrás.
–¿Y nunca sale a comprar, o a...?
–Yo nunca lo encontré en otro lado. Silvia, mi socia, dijo que una noche mientras hacía con su esposo una cabalgata por la playa, reconocieron a Cillaro metido en el mar. Pero cuando se fueron acercando, Juan desapareció no saben cómo. Lo único que descubrieron fueron unas huellas de caballo que se perdían en el acantilado. A ellos les llamó mucho la atención ese rastro. Hacían casi todas las noches esa cabalgata y nunca habían visto a un jinete solitario recorriendo las playas. Pero..., ¿por qué tanta averiguación? ¿Te gusta Cillaro?
–Nooooooo.
–Mirá, todas las chicas que vinieron este año de la Capital,
hablaban de Juan y querían salir con él. Hasta hubo una que lo invitó para un baile que el grupo organizaba aquí.
–¿Y vino?
–No. Las dejó plantadas. Ellas comentaban que en realidad era un pedante, que era amable en la heladería. Pero todo para hacerse rogar.
–Seguro –replicó Lisi como una autómata. Sin duda, sus
pensamientos estaban lejos de la conversación.
–A mí no me atraen demasiado los helados. Fui pocas veces al negocio y creo que es un tímido. Medio salvaje. No está
acostumbrado a darse con la gente. Aunque algunos que han charlado un poco más con él dicen que es un tipo extraño...
–¿Extraño? –interrumpió con tono sorprendido; quizá fuera una pista.
–Creen que es “vidente”. Comentan que nombra hechos o lugares antiguos de Madryn que ni los más viejos recuerdan. Vaya a saber uno la historia que tiene, de dónde vino.
–¿Insólito, no? Alguien de afuera que viene, pone un negocio...
–No, no es tan raro –planteó Marga–, hay muchos casos. A fin de temporada se van. O se quedan si les fue más o menos bien.
Contame, Lisi, ¿por qué tanta curiosidad? Me parece que esta visitante de Buenos Aires se quedó enganchada con Cillaro, ¿no?
–Es atractivo, no lo niego. Al menos de la cintura para arriba.
Y ahí la porteña se quedó muda. “Casi meto la pata”, pensó.
Márgara hacía demasiadas preguntas. Además si Lisi contaba lo que suponía haber visto, quién le creería. Todos iban a pensar: “está loca, inventa cosas”. Mejor salir rápido de este embrollo y seguir averiguando en otro lado.
Lisi había visto algo raro. Y no quería quedarse con la intriga.
IV Últimos días en Madryn
A Lisi le quedaba sólo una semana en Madryn. Debía
aprovecharla al máximo. Necesitaba averiguar todo. Sí. Todo.
Pero... ¿qué? Durante esos días se enteró de muchas novedades. Por ejemplo: que a Cillaro le gustaba ir al mar cuando no había luz; caminar kilómetros por toda la orilla con el agua hasta la cintura aunque nunca nadie logró conversar con él en la playa. Desaparecía de pronto, no sabían cómo. Decían que había vivido siempre en la
cordillera, en medio de un bosque y que con regularidad recibía hongos de colores extraños, especialmente seleccionados para él, que le enviaban desde la zona del Puelo.
La porteña no dejaba de ir a Dionisio’s con sus amigas. Aunque a ellas ya no les causaba tanta gracia, Lisi no paraba en sus averiguaciones. Le preguntaba a Juan por cada helado, mirándolo con sus ojos chispeantes. Cillaro, inquieto, no dudaba en mantenerle la mirada mientras su cuerpo parecía caracolear sobre el piso alfombrado.
–¿Para qué se le habrá ocurrido alfombrar el piso de la
heladería? ¡Qué ridículo! –comentó Diana esa tarde, mientras su cucharita hacía piruetas tratando de rescatar la cereza con chocolate que quería patinarse del helado.
No faltaba mucho para que el sol se escondiera. La tarde,
especial. En realidad, más que tarde, ya era momento de cenar. El negocio había estado repleto de gente. Todavía quedaban varios clientes.
De pronto alguien entró en la heladería.
–¡Hola, Martín! –se oyó la voz de Cillaro.
–¡Hola, fiera! Te dejé en el fondo una mezcla nueva para que
probaras. Decime si es mejor agregarle más hongos o dejarla así.
El amigo dejó el negocio tan rápidamente como había entrado. Lisi, con un helado de marrón glacé a medio terminar y mareada por las conversaciones de los veraneantes, había buscado un asiento justo en un ángulo de la heladería, recostando su cuerpo entre la pared y el final del mostrador. Sus amigas hacía rato que aprovechaban unas sillas en la vereda.
De pronto Lisi la descubre. Jamás la había visto allí debajo del mostrador, disimulada por la madera: una pequeña puerta se hamacaba suavemente a su lado. La cabeza de la porteña se puso a maquinar mientras su cucurucho se iba chorreando de helado derretido. Percibió el pegoteo en sus dedos, pero sólo atinó a entreabrir más el descubrimiento: y sus ojos fueron caminando el piso, verdaderamente alfombrado y, allá, cerca de Cillaro, mejor dicho, pegado a él, vio algo oscuro otra vez. Qué difícil de distinguir.
Lisi quiso abrir más la puerta pero ¡ZAC! una patada del heladero colocó las cosas en su lugar.
La heladería estaba ahora con poquísimos clientes. Lisi, sin
moverse, escurría de a ratos su vista perdiendo el tiempo en las aguas del Golfo.
–Lisi, hace rato que andás dándome vueltas y vueltas, y no sé qué te pasa.
–Bueno, qué sé yo, estás todo el tiempo aquí metido. En dos días me vuelvo a casa.
–Sé que a vos te gusta mirar el mar.
–Me encanta.
–Entonces te espero esta noche, a las once y media, en la playa, en el anfiteatro que se forma detrás de las Piedras Blancas.
Lisi sintió que un escalofrío la sacudía al medio.
–¿Detrás de las Piedras Blancas? –repitió dándole tiempo a su garganta para acomodar el miedo.
–Sí. A las once y media. En un rato cierro la heladería, ceno y nos encontramos allí. Te voy a explicar algo. ¿Vas a ir?
–¡Ey, Lisi, vamos, es tarde!
Salieron las tres amigas: dos dele jaranear, sin saber nada de lo que le había sucedido a la tercera.
–Chau, chicas, me voy a la habitación. Me duele la cabeza y
quiero acostarme temprano –se excusó Lisi.
–¡Ehh!, ¿qué te picó? ¿Justo hoy que quedamos en ir a bailar al boliche nuevo?
–Sí, me acuerdo, pero no sé qué me pasa. No me siento nada bien. Chau.
V Detrás de las Piedras Blancas
Lisi pidió un té con leche y se fue al cuarto. Recostada contra la cabecera de la cama, se puso a pensar. Faltaba casi una hora.
¿Qué hacer? Sintió miedo y curiosidad a la vez. El miedo le
indicaba que lo mejor era meterse en la cama. La curiosidad le movilizaba las piernas, inquietas por irse de una buena vez a las Piedras Blancas.
Y así hizo.
Once y cuarto de la noche. Aire tibio. Esa penumbra que no
terminaba de oscurecer aún el pueblo.
Sus pies marchaban parejos sobre las piedras del acantilado y siguieron el atajo, para acortar la ruta.
Llegó al lugar indicado.
Sobre las piedras no había nadie: ¿sería temprano? ¿Cillaro
vendría o la dejaría plantada como a las porteñas que lo invitaron al baile?
Se sentó frente al mar. Ruuummm ruuummm allá adelante las olas pegaban su sueño contra la arena. Lisi se fue adormeciendo. Le pareció sentir, a lo lejos, cascos de caballos.
Estaba confundida. El ruumm ruumm entremezclado con el
galope, en ese aire húmedo iluminado apenas por la semiclaridad, la transportaba vaya a saber adónde.
Los cascos sonaban demasiado cerca pero ella no fue consciente hasta que unos brazos la rodearon por detrás y unos bucles rubios le hicieron cosquillas junto a su oreja derecha.
No tenía miedo. Cillaro le hablaba con ternura, pero en un tono que ella percibió como de tristeza. Lisi no podía verlo de frente.
–Lisi –comenzó a murmurar Juan–, no sé cómo explicarte… Ella quiso darse vuelta pero él no la dejó.
–No me hagas preguntas que no podría responder –continuó
Juan–, lo único que te puedo aclarar es que me gustás mucho, aunque no debería decirte esto, no sé para qué.
–¿Cómo para qué? A mí también me gustás –respondió Lisi, y trató de darse vuelta una vez más. Pero los brazos de Juan se lo impidieron.
–Si digo que no sé para qué es porque de un momento a otro me tendré que ir. No puedo vivir siempre acá, entre tanta gente.
–¿Qué estás diciendo? –preguntó Lisi–. Si tenés que viajar
podemos arreglar para vernos. Si es verdad que te gusto.
–Apenas te vi entrar por primera vez, me deslumbraste. Nunca creí que me iba a pasar una cosa así. No estaba en los planes.
–¡¿Planes?! ¡¿Qué planes?! –dijo Lisi con sorpresa y cierto
fastidio–. No entiendo nada.
–De los planes que tengo con un amigo biólogo, de la cordillera y los sapos de cien garras, de eso te estoy hablando. Pero no me preguntes.
–¿Sapos de cien garras? –preguntó sin embargo Lisi–.
¿Andás en algo raro?
–Quizás sea medio raro, pero no es nada malo, sino todo lo
contrario.
–Entonces me lo podrías contar.
–Tengo miedo de que no entiendas.
–No confiás en mí, eso me ofende. ¿Tiene algo que ver con que sos vidente?
–¿Vidente? ¿Quién te dijo eso?
–La gente lo dice.
–No soy vidente. Sé que la gente piensa eso de mí, y me imagino por qué lo dice, pero no es así. En realidad, lo que sí puedo decir es que yo veo mucho más que mucha gente, como si mirase la realidad desde la cima de una montaña... Los antiguos (así llaman los mapuches a sus antepasados), me enseñaron a leer el cielo en las estrellas, porque según ellos, todo el pasado, el presente y el futuro, se va escribiendo en el firmamento y allí está. Sólo debemos
aprender a descifrarlo.
Y luego de decirle esto, Juan tomó el dedo índice de Lisi, lo
levantó muy suavemente con su mano y con él señaló el cielo, que abrumaba de estrellas brillantes. Le estuvo hablando un rato largo.
Por momentos, Lisi intentaba darse vuelta para mirarlo, pero Juan seguía sujetándola con fuerza. El ruuumm del mar continuaba pegando su sueño contra la arena y las palabras la iban envolviendo.
Mientras Juan se proponía explicarle tantas cosas juntas, la
mente de Lisi voló y voló a bosques míticos con personajes extraños.
VI La desaparición de Juan
–Lisi, ¿cómo te sentís?
Entreabriendo los ojos distinguió a Diana, sentada junto a su
cama del cuarto de la posada.
–¿Cómo te sentís? ¡Ya es hora de levantarte, vaga! Son las siete de la tarde. Y todavía estás metida aquí.
Lisi no entendía nada.
–Anoche al regresar del baile, a eso de las tres, descubrimos tu luz encendida y pasamos a ver si necesitabas algo. Te encontramos acostada con la ropa y las zapatillas húmedas, volando de fiebre.
–¿Yo, con fiebre?
–Sí, volabas. ¡Y no sabés cómo nos asustamos! Decías un montón de estupideces: que no sé qué cosa de un sapo con garras, un rito en la playa.
Lisi seguía sin entender nada.
Hacía dos días que estaba en reposo y debía regresar a Buenos Aires, pero el médico no la había dejado. Dijo que después de la altísima fiebre estaba muy débil y que en esas condiciones no podía hacer un viaje tan largo.
En Puerto Madryn todo seguía igual: las playas, la gente, el sol.
Bueno, casi todo, porque hacía dos días que Cillaro no abría el negocio. No había nadie en su casa. Para peor, Martín se encontraba en alta mar por sus investigaciones marinas, así que ningún vecino sabía dónde estaba la copia de la llave. La policía había entrado saltando el tapial, por si Cillaro estaba enfermo, pero encontró todo muy limpio; ni rastros del heladero, ni rastros de los helados. ¡Ah!, eso sí, había rastros de caballo.
VII En la encrucijada
Cillaro trepó por el sendero que bordeaba la montaña. Como
todas las mañanas, mientras las líneas rosadas del amanecer le iban dando espacio al sol, Juan trotaba por el bosque. Allá abajo el lago era un reflejo plateado. El batifondo de trinos se hacía a veces insoportable, pero él seguía admirando los pájaros.
Para Cillaro no había nada como la cordillera.
No podía decir que la experiencia del mar en Puerto Madryn no le hubiera gustado. Al revés. Le había resultado muy atractiva. No sólo por lo de la investigación que estaba llevando adelante con Martín, sino también porque aprovechó muchísimos momentos sin luz para caminar por las playas o las costas escarpadas, para estremecerse con el frescor del agua durante las noches de luna escondida.
Más de una vez llegaba hasta Playa Unión casi sin darse cuenta.
Pero la cordillera era otra cosa. Por lo menos para él.
Hilos finos de humo iban queriendo ascender aquí y allá.
Eran el único indicio de una cabaña o de un puesto.
Todo lo cubrían los árboles. Los tonos diferentes de infinidad de colores dibujaban manchas que se entrelazaban y perdían los límites, así como a Cillaro se le tejían en el pensamiento los recuerdos de Lisi. Hacía tres meses que había vuelto de Puerto Madryn y no se la podía sacar de la cabeza.
En el bosque le decían que era demasiado loco querer viajar a Buenos Aires para encontrarla.
¡Esa ciudad es tan grande!
Pero a Cillaro le caían una a una las palabras que Lisi había dicho durante la charla de aquella noche en las Piedras Blancas.
Su trote no aminoró el ritmo, y su corazón tampoco.
continuará...
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