El maestro del terror
de Franco Vaccarini
Un verano distinto

Este verano, cosa rara, los vecinos de la Península tenían miedo a causa de una extraña aparición que llamaban el Sombrerudo: un sujeto enmascarado y con sombrero que atacaba a los pobladores al caer la noche.
Gracias al Sombrerudo pasamos la primera tarde en la cabaña muy entretenidos, con toda mi familia –papá, mamá y mi hermanita Soledad–, recordando los monstruos que amenizaron otras vacaciones, como el esquivo y legendario Nahuelito, criatura que vive en las aguas del lago que rodea a la Península, el Nahuel Huapi.
Cuando era chiquito –ahora tengo doce años, pero vengo a la Península desde que estaba en la panza de mamá– me
impresionaba tanto la leyenda de Nahuelito que lloraba si papá se metía en el lago, lloraba mucho más si mamá se metía y me desmayaba de llanto si querían meterme a mí.
Un día que debió haber sido inolvidable, pero que no recuerdo, descubrí el placer de nadar en el agua fría, tan clara que se ven las piedras del fondo y los peces y nunca, ni de casualidad, algo parecido a un monstruo. Eso sí, lo mejor es mojarse todo de una vez, con decisión. Y no hacer como Soledad, que se moja un poquito los pies y empieza a poner caras de sufrimiento, como si estuviera congelándose.
Los vecinos aseguran que el lago tiene la energía de las
montañas: es tan lindo quedarse al sol, mientras la fuerza de las montañas nos abandona lentamente, tan lindo es que uno comprende a las iguanas y los gatos.
Así que me sumergía en el lago, pero no me olvidé del monstruo.
En un cuaderno de tapas amarillas, comencé a escribir un
informe al que titulé: Buscando a Nahuelito.
En la primera página, planteaba algunas preguntas:
1 ¿Cómo había llegado al lago?
2 ¿Quiénes eran sus padres?
3 ¿Era siempre el mismo monstruo?
4 Si era siempre el mismo ¿era inmortal?
5 Si no era inmortal, ¿cómo se reproducía?
6 ¿Sería Nahuelito un tipo de criatura extraterrestre?
7 ¿Sería Nahuelito un científico marciano?
Para mi sorpresa, muy pronto iba a tener todas las respuestas.

II Bestiario
Cuando llovía, me gustaba escuchar un programa de radio, se llamaba El tronador y lo conducía Paco Total, un locutor muy divertido, que había viajado por el mundo y le gustaba comentar al aire sus experiencias. En un viaje a China se enteró de que todas las hormigas de la tierra pesaban lo mismo que todos los hombres, cosa que, parece, tenía muy impresionados a los chinos. Algunos se habían ofendido y se formó un movimiento en contra de las hormigas, cada vez que veían una la aplastaban sin piedad.
Paco pasaba buena música y hacía bromas todo el tiempo. Pero un día cortó un tema por la mitad y anunció dramáticamente:
«Atención, tenemos en línea a una señora que acaba de ver a Nahuelito». Y enseguida la señora salió al aire jurando que había visto al monstruo desde la ventana de su chalet con vista al lago.
Dijo que era enorme y verde como una isla, que tenía el cuello largo y la cabeza chiquita. En contra de su costumbre, Paco Total no hizo ningún chiste; por el contrario, confesó que él también había visto a Nahuelito. Y se puso a explicar que todos los lagos del mundo están unidos por un río subterráneo: por ese río los monstruos se desplazan, se conocen, se ponen de novios y así nacen nuevos monstruos. Con toda seriedad, agregó que podrían ser seres de otro
planeta, también, que necesitan vivir en el agua. ¡Había respondido a varias de mis preguntas! Emocionado, por un rato no hice más que sentir como se disolvían mis dudas. Después que reaccioné, ya no era el mismo. Me convertí en uno más de los que hablan de Nahuelito con naturalidad, como si fuera un amigo raro que todos tenemos al lado del jardín, un amigo con cuello y cabeza de serpiente, gordo y verde como un ogro.
Desde entonces me gusta pensar que los monstruos existen, que los marcianos visitan la Tierra. Me encantaría subirme a un plato volador y conocer otro mundo y después contar en la escuela como viven los marcianos.
A papá le gustó ese cambio y me contó que un buen lago, en
Escocia o Manchuria, en Canadá o la Patagonia, debe tener
monstruo propio, eso lo hace más interesante. Así que ahora yo también creo en Nahuelito y hasta puedo elaborar mis propias teorías para justificar su existencia, por ejemplo: se deja ver tan poco porque está convencido de que los seres humanos son leyendas fantasiosas, cuentos que los monstruos inventan en sus ratos libres: la Tierra, para ellos, es sólo una orilla arbolada. No obstante, de vez en cuando alguno les dice a los otros, en las profundidades del río que recorre el mundo: ¡Vi a un humano, les juro que existen los humanos! Y los otros lo miran con monstruosa displicencia. Bueno, esa es una de mis teorías: ¿para qué los monstruos van a asomar la cabeza por la superficie del agua si la
vida está allá abajo, entre las algas y los peces y las  burbujas de oxígeno? Los humanos, las casas, los autos, las ciudades no son más que una brumosa leyenda, en la superficie sólo existe el lago del cielo –adonde van las almas de los monstruos muertos– y una bola de fuego y esos árboles en la orilla que marcan el límite entre el lago y la Nada.
Pero además de Nahuelito, recordamos –gracias al  sombrerudo– a otros monstruos, más familiares: el Aguatierra, una especie de vaca anfibia, una mezcla de tan mal gusto como la del ornitorrinco (que es una combinación de pato, marmota y castor). Al Aguatierra le gusta tirarse al sol a dormir la siesta, en las playitas más solitarias. Si alguien lo ve, corre desesperado hasta perderse de vista
o se zambulle en el lago, es muy poco sociable. También está Doña Iracunda, una mujer de 180 kilogramos de
peso repartidos en un cuerpo de gladiadora. Ella espera en los recovecos del bosque, con un martillo en la mano, a que aparezca un hombre. Doña Iracunda, monstruo extraño si los hay, obliga a su víctima a beber cerveza y le echa unas gotas de perfume en la ropa, bajo la amenaza de romperle los huesos del cráneo de un martillazo si se resiste. Por eso estos pobres vecinos llegan a sus hogares oliendo a perfume femenino y alcohol, cosa que provoca sospechas en sus esposas. Eso es lo que desea Doña Iracunda: crear desconfianza entre marido y mujer. Cada vez que logra su objetivo engorda un poco más, porque se nutre de los celos –al menos eso dicen los maridos que llegan tarde a su casa. 

III Un maestro de música
La Península está cubierta por bosques de pinos y cipreses. En los claros, crecen las margaritas: con sus pétalos blancos y su corazón amarillo compiten con las flores fucsias de la rosa mosqueta, que abunda en las laderas de los cerros.
–Si querés, te presento a un maestro para que aprendas a tocar la guitarra.
Papá me hizo esa propuesta sabiendo que hacía rato yo quería tocar canciones en una guitarra criolla que había en casa.
Así conocí al Abuelito. Lo primero que me dijo el Abuelito cuando me ofrecí como alumno fue:
–¿A ver las uñas?
Y después de hacer una inspección de mis diez uñas observó, tajante:
–Primero, se me deja las uñas largas y después me viene a ver.
Guitarrero de uñas cortas no es guitarrero. Más tarde, papá me dijo:
–Es un tipo raro, el Abuelito, pero de música sabe un montón y además, lo más importante, es muy didáctico.
Muy didáctico. Cuando me dijo esas palabras se me vino encima el recuerdo de la señora Guzmán, la de Geografía, que siempre nos dice que ella es muy didáctica, pero que si no le prestamos atención no hay didáctica que valga. Esa asociación me predispuso mal, porque imaginé al Abuelito con un puntero señalando algo en una pizarra llena de signos (si bemol, do bemol y todos esos misterios de
corcheas, fusas y semifusas), y pensé que las vacaciones iban a ser una continuación de mis sacrificadas horas escolares. Pero no fue así, nada fue lo que me imaginé.

IV La primera lección

Durante una semana comprobé que las uñas crecen muy
despacio si se está pendiente de ellas.
Cuando finalmente adquirieron un tamaño respetable, corrí a
mostrárselas a papá, pero tuve que esperar a que terminara de leer el diario local La voz del Sur –creo que le gustan las vacaciones porque puede leer el diario tranquilo–. Estaba especialmente intrigado con una noticia, titulada en primera plana:
«Terror en la Península. Un nuevo ataque del Sombrerudo».
–A mí esto no me cierra –comentó. En cuanto la gente lo ve y se pone a gritar, el tipo desaparece. No tiene lógica.
Para papá decir esto no tiene lógica significa decir: esto es una reverenda pavada (en una palabra: no creía en el Sombrerudo).
Finalmente, dejó el diario y me acompañó.
La casa del Abuelito es conocida como La Casita Rosa. Nombrar a las casas por su color o alguna característica es una costumbre de la zona: así tenemos a La Casa Abandonada, La Casa del Pozo Ciego Sin Tapa, La Casa del Perro que Ladra y que Muerde y así con cada vivienda. La Casita Rosa tiene grandes ventanas por los cuatro
costados. Paredes de vidrio que dan a un jardín y un jardín que da a un bosque y un bosque que da al Nahuel Huapi.
Mi futuro maestro de guitarra consideró que las uñas habían
crecido lo suficiente y me aceptó como alumno. Papá se quedó a esperarme... leyendo un diario que encontró en el revistero. Eso sí, en el jardín, porque el Abuelito no quería distracciones. Dijo que para mí lo mejor era olvidarme que estaba allí mi papá.
–El arte es el arte. Cuando se aprende música, nada más existe y no sería inspirador que veas a tu padre despatarrado en mi único sillón.
Me gustó ver excluido a papá de mi primera instrucción como futuro músico. Se lo tenía merecido.
Ese día ni toqué la guitarra, pero fue muy entretenido porque el Abuelito hablaba con soltura y uno se sentía importante, al notar la importancia que daba a la música. Habló de como iban a ser las clases siguientes y cuáles eran sus condiciones para aceptarme como alumno por el tiempo que yo estuviera en la Península. Las uñas largas, la lengua corta, respeto mutuo, tolerancia para compartir el aprendizaje con otros alumnos.
–Tengo muchos alumnos, casi demasiados, así que aquí se
quedan los responsables. El que quiere volar y distraerse, mejor se va con los pajaritos al bosque, que ellos también saben de música. Y cerró su discurso de bienvenida diciendo:
–Quiero que seas aplicado.
Aplicado, eso me dijo. Respondí que sí.

El pájaro de la felicidad
Como todos los veranos, papá alquiló una cabaña a Karina, que vive en una casa vecina, ladera abajo. A Karina le gusta tomar. Es así, ella misma lo dice:
–Lo que pasa es que a mi siempre me gustó tomar.
Dice eso siempre que quiere explicar algunas cosas malas que le pasaron en la vida, por ejemplo cuando se cayó de Tornado, el caballo más viejo que tiene, y se quebró un brazo.
–Así es, a mí siempre me gustó tomar.
Y luego se calla, no agrega nada más y nadie, pero nadie, la vio borracha jamás en la vida. Mamá, que a veces es chistosa, dice:
–¿No será que le gusta tomar agua?
La cabaña es chica, pero tiene un entrepiso donde dormimos
Soledad y yo en bolsas de dormir (Karina dice que el entrepiso no aguanta el peso de dos camas). En uno de los rincones hay varias cajas de cartón repletas de libros. La mayoría son libros de cocina, o revistas viejas, pero hay cada tanto una que otra maravilla. Encontré una obra de teatro que se llama El Pájaro Azul, de Maeterlink –un
señor belga que murió a mitad del siglo pasado y que recibió el Premio Nobel de Literatura–.
Cuenta la historia de dos hermanitos –un nene y una nena– que la noche de Navidad miran por la ventana de su cuarto cómo festejan y reciben regalos los hijos de los vecinos ricos, a diferencia de ellos –que no recibieron regalos porque tienen padres extremadamente pobres–. Quedan tan fascinados por el espectáculo que algo mágico ocurre: aparece un hada. El hada les da una extraña misión: deben irse a lo profundo de la noche a buscar el Pájaro Azul. Los hermanos ingresan a un mundo distinto, donde pueden hablar con los animales y hasta visitar a sus abuelos ya
muertos tiempo atrás. Viven aventuras increíbles buscando ese pájaro y sin embargo todo transcurre en una noche –la noche de Navidad–. Y cuando regresan, el mundo es distinto: los padres están contentos, la casita es la misma, pero los humildes muebles brillan, el sol de la confianza y la esperanza los ilumina. Habían encontrado al Pájaro de la Felicidad, que es como si un ratón encontrara un queso. Un queso que nunca se termina, y más se come de ese queso y más rico es y nunca provoca dolor de panza.
Me gustó tanto el libro que se lo pedí a Karina de regalo.
–¿Qué pájaro? Ma, sí...¡llevateló!
Yo tenía ganas de decirle a Karina que el Pájaro Azul, el Pájaro de la Felicidad, estaba por todas partes, muy cerca de nosotros, aunque ella no me hubiera escuchado, estoy seguro. Cuando algo se le complicaba en su comprensión, Karina decía: 
¡ma, sí! Y se acababa el asunto.

continuará....

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