El ovillo del destino
de Emilio Saad

Hasta que ocurrió el misterio de las madejas, para Lina lo único
enmarañado era el mundo de los adultos. Sabía que su padre había luchado junto al General Urquiza, en Caseros. «Tu padre era porteño y quería liberar a Buenos Aires de Rosas y sus secuaces», decía su mamá. Su papá no había vuelto de Caseros y en la sala, junto a su retrato, estaba la medalla que el propio Urquiza había puesto en manos de su madre. Ahora, siete años después, los porteños aborrecían a Urquiza. El libertador de Buenos Aires se había convertido en su enemigo. ¿Cómo explicarse aquello? Lina no podía creer que su papá se hubiera equivocado al luchar junto a él.
A los doce años, buscaba respuestas que su madre, ocupada en la subsistencia de ambas, no podía darle. La señora había convertido la casa familiar en una pensión y, para mejorar su economía, tejía carpetas y manteles para una tienda del centro.
La huésped más antigua de la casa era la señorita Pepa Echegoyen. Una dama aún joven, de rodete en la nuca y gesto
dramático. Su familia unitaria había sucumbido en los últimos años de Rosas y ella, hoy, sobrevivía dando clases de piano. Sin embargo todo su rencor parecía dirigirse a Urquiza. «El tirano de Entre Ríos», lo llamaba. Y estaba feliz de que Buenos Aires se hubiera declarado independiente y viviera de espaldas a la Confederación Argentina. La señorita Pepa hacía estos comentarios durante el almuerzo, mirando de reojo al señor Sánchez, que era tucumano y había luchado junto al padre de Lina. Pero Sánchez no hablaba de política. Se limitaba a comer, inclinando su cabeza morena sobre el plato. Era bachiller y meses después de Caseros había entrado a trabajar en una escribanía. Allí lo sorprendió la revolución de septiembre y la separación de Buenos Aires. Decidió quedarse. Le gustaban su trabajo y –pese a todo– los avances de la ciudad.
Porque no podía negarse que Buenos Aires progresaba. Ya tenía
ferrocarril, calles empedradas y alumbrado público. La aduana
proveía riquezas y al puerto llegaban cada vez más inmigrantes.
Algunos llamados por el propio gobierno, como Monsieur Duclós, el otro habitante de la casa. Un biólogo que tenía la misión de estudiar la flora de la provincia. Era un caballero alto y distinguido y al hablar, apenas se notaba su acento. A Lina lo que más le sorprendía era su sencillez. Había oído decir que el señor francés era un sabio; sin embargo, él no tenía empacho en contarle a Matilda, la criada de la casa, los perjuicios del laurel o las virtudes del berro. A Lina misma le había dicho que el imponente ombú que estaba en el patio de atrás, no era un árbol sino un arbusto gigantesco.
«Entonces nunca podré hacerme una hamaca», dijo ella. Y el
señor francés se rió. Tenía una risa amplia y simpática bajo sus
rigurosos bigotes. «Depende de la rama que elijas», dijo. Y buscó en su habitación un par de cuerdas y –luego de seleccionar la rama más adecuada– las ató en lo alto. En el extremo colgante de las cuerdas ubicó un almohadón. Lina se hamacó maravillada y llamó a su mamá para que la viera. Asistió al asombro de la señora y luego a su afanoso y turbado agradecimiento. «El señor francés sabe todo sobre las plantas», concluyó Lina, encantada. 
Tal vez por eso, cuando ocurrió el misterio de las madejas,
Monsieur Duclós fue el más sorprendido. Pero Lina jamás hubiera adivinado la reacción de su madre. Y eso que la había visto ruborizarse repetidamente ante el señor francés. Sobre todo cuando él traía extraños ramos de flores a la casa. «Son nuevas especies que estoy estudiando», decía Monsieur Duclós desviando los ojos. E invariablemente esas nuevas especies eran depositadas en manos de la mamá de Lina. Luego terminaban adornando la mesa de los almuerzos. Eso permitía a la señorita Pepa reflexionar sobre los refinamientos de la civilización.
«Pero claro, estamos en Buenos Aires», comentaba; «porque ya
se sabe que en otros lados, la barbarie...» La frase inconclusa hacía bajar el rostro de Sánchez y hasta Lina comprendía que los «otros lados» siempre quedaban en el interior del país.
Sin embargo todas estas cosas iban a cambiar después del
misterio de las madejas. 
Todo empezó cuando la mamá de Lina decidió tejer un echarpe
para su hija. «Que sea de dos colores», dijo Lina. Y ambas se
dirigieron a la «Tienda de los Ingleses». Pero no alcanzaron a llegar.
Mientras caminaban bajo la recova que partía en dos la Plaza de la Victoria, Lina señaló hacia un costado:
–Mirá eso, mamá.
Era una mesa baja y pequeña, ubicada contra uno de los pilares
de la recova. Sobre ella había un sin fin de artículos. Collares,
ponchos, vasijas, estatuillas. La madre le explicó que eran artículos del interior: «Y en este lugar los venden así, todos revueltos». Un criollo menudo, acorde con la altura de la mesa, estaba sentado ante ella. Lina miró con curiosidad su tez cetrina y su barba canosa. El ala de un sombrero negro apenas dejaba ver sus ojos. «¿Quién hace todas estas cosas», le preguntó. Sólo recibió una adormilada mirada.
–También tengo lana –dijo el criollo. Y antes de que madre e hija salieran de su asombro, se inclinó sobre un cesto de mimbre. Ahora a Lina, además, le sorprendía el extraño asiento del criollo: era bajo, de base redonda y sin patas. Un cilindro de madera cruzado por tientos de cuero. Arriba parecía que el criollo había ubicado una tabla para poder sentarse.
–Aquí están –dijo él, poniendo una par de extrañas madejas
sobre la mesa. Una tenía un refulgente color amarillo y la otra era de un verde intenso. Lina y su madre consideraron que eran hermosas.
«No es lana común», dijo el criollo, «son vegetales». Vio la
expresión de las otras y siguió: «Son hilos de mi tierra que se sacan de las plantas». La señora le preguntó de dónde era. Él dijo que había nacido en el Litoral, pero hacía años que no volvía por allá. 
«Viajé por el norte seco», dijo, «Jujuy, Salta. Después, Mendoza...»
Hablaba lentamente, con una tonada difícil de identificar. «Porque yo hice la guerra, señoras; primero allá en mi tierra, en la Campaña del Paraguay, siguiendo al General Belgrano». Lina lo miró admirada. ¡El General Belgrano! Él sonrió brevemente y siguió: «Y caí en la lucha, malherido. Tanto que me dieron por muerto. De no ser por unos indios tobas que me hallaron...» La señora lo interrumpió: «¿Qué edad tiene usted, señor?» Él volvió a sonreír brevemente: «Póngame la edad del siglo». Ahora sonrió la señora. 
¿Qué clase de soldado había sido? Cuando la Campaña del
Paraguay, ese hombre debía haber tenido, más o menos, la edad de su hija. Y se dijo para sí que Buenos Aires estaba llena de viejos que aseguraban haber luchado con San Martín o ser ex soldados de la Independencia.
De modo que, dando por terminado el tema, preguntó cuánto
costaban las madejas.
–Nada. La niña quiere lanas y son para ella –dijo el criollo.
–¿Cómo supo que yo...? –preguntó Lina.
–Amarillas como una moneda y verdes como la naturaleza –dijo
el criollo.
–Pero usted... –dijo la señora.
–Y después me fui a Salta con Güemes... y después llegué tarde a Mendoza para partir con San Martín.
–Al menos con San Martín no luchó –dijo la señora, que no pudo evitar su ironía.
–Pero en el país no faltaron entreveros... y así anduve yo hasta el Ejército Grande.
–Ahí también luchó mi papá –dijo Lina.
–Entonces tomá estas madejas y ovillalas juntas –dijo el criollo.
–Mi papá no volvió de Caseros.
–Entonces mezclalas bien para que no haya entreveros.
–¿Cómo se entiende eso? –dijo la señora.
–La lana sola se embrolla por su cuenta. Se entremezcla en las
manos, se hace un nudo ciego.
–No entiendo –dijo Lina.
–Ya lo verán... –el criollo miró a Lina con sus ojos adormilados–.
Vas a tener que juntar los hilos de cada madeja y hacer un solo
ovillo.
La señora no sabía qué pensar. Le preguntó a su hija si le
gustaban las madejas.
–Sí –dijo Lina–. Y voy a ovillarlas como dice el señor.
Camino a la casa, con las madejas perfectamente envueltas, Lina dijo que debían contárselo al Monsieur Duclós. Vio, como otras veces, el súbito rubor de su madre. Pero el señor francés era un experto en vegetales: en cuanto Lina lo oyó llegar, corrió a contarle todo lo que les había dicho el criollo y ante él puso el paquete abierto con las madejas. Fue grande la sorpresa de Duclós. ¿Lana vegetal? ¡Y esos colores tan brillantes! Le pidió permiso a la señora para tocar las madejas. Lina estuvo a punto de decir algo pero ya Duclós había tomado la madeja verde y empezaba a palpar sus hebras.
–Es extraño. Nunca he visto fibras vegetales tan suaves...
–Son del Litoral –dijo la mamá de Lina–. Tal vez de Corrientes o el Chaco.
Y entonces ocurrió. Las hebras parecieron moverse por su cuenta entre los dedos que las palpaban. Y al moverse se entrecruzaban entre esos dedos y terminaban anudándolos desde el meñique al índice. Duclós miraba azorado. En un momento su mano había quedado ciegamente atada por las hebras de la madeja. 
–¡No es posible! –dijo–. Pero así era. Y la mamá de Lina corrió
hacia él.
–Déjeme. Yo lo ayudaré.
Le bastó tocar esa mano entremezclada de lana para que el
embrollo pasara a la suya. Las hebras, como radiantes lombrices, rodeaban sus dedos y unían su mano a la de Duclós. «¡Es... es inaudito!», dijo la señora. «¡Lo dijo el señor criollo!», gritó Lina con una mezcla de satisfacción y desconsuelo. Pero a las hebras no les bastaban las manos. Ahora rodeaban el respaldar de una silla.
Duclós y la señora quedaron apresados junto a ella.
En ese instante la señorita Pepa y Sánchez entraban, alarmados,
a la sala:
–¿Qué son estas voces? ¿Qué ocurre?
Y encontraron al señor francés y a la madre de Lina con sus
manos derechas entrelazadas.
–Señora de Acuña, ¿qué significa esto? –dijo, irguiéndose, la
señorita Pepa.
–Es la lana –dijo Lina.
–¿Qué lana? –dijo Sánchez.
–Una lana vegetal que se anuda sola –explicó Lina–. Como ésa
de la otra madeja.
Fulguraron los ojos de la señorita Pepa mientras decía:
–No van a contarme que una madeja como ésta... –y tomó con
sus manos la madeja amarilla.
–¡Suéltela! –gritó Lina– ¡La va a enredar a usted!
Tal vez el grito de Lina asustó a la señorita Pepa. El caso es que
dejó caer la madeja al piso. Y allí todos vieron el brinco de la madeja que parecía deslizarse descontroladamente hacia los pies de la señorita. «¡Pero...!», dijo esta. Un par de hebras, las más audaces, rodearon el talón de sus zapatos. Fue inútil que la señorita Pepa intentara sacudir sus pies. «¡Estoy atrapada!», dijo. 
–¡Déjeme a mí! –exclamó Sánchez, con el ímpetu del soldado que había sido. Se agachó ante ella pero, antes de que llegara a tocar la madeja, esta dio otro brinco y encontró otros zapatos a su disposición. Las hebras amarillas ahora rodeaban los talones del tucumano. Dada su posición, y con los pies enredados, Sánchez estuvo a punto de caerse. De modo que echó los brazos hacia adelante buscando ayuda. Y allí estaba la cintura de la señorita Pepa.
–¡Señor Sánchez! –dijo escandalizada la señorita.
–¡Me caigo! –dijo Sánchez.
–¡Y si se cae la arrastra a usted! –dijo Lina.
–¿Y por eso me tiene que abrazar?
–Disculpe. Yo... yo no quería...
La señorita Pepa echó la cabeza hacia atrás. Por primera vez las
palabras de un hombre sonaban sobre sus mejillas. Una mezcla de calor, horror y extrañeza la tenían inmovilizada. En tanto las hebras amarillas subían por sus piernas y las de Sánchez, enlazándolos a los dos. «¡Hagan algo!», dijo él, casi sin voz. La señorita Pepa pareció reaccionar: «¡Eso! ¡Niña, tú que estás libre toma una tijera y corta estas hebras!»
–¡No! –dijo Duclós– Soy un naturista. No permitiré ese crimen.
Que la niña junte las hebras.
Lina comprendió que el señor francés era sabio y memorioso:
recordaba todo lo que ella le había contado. Pero alegó que para
juntar las hebras las dos parejas debían acercarse. La señorita Pepa dio un respingo ante la palabra «pareja». En cambio Duclós lo aprobó.
–Nosotros estamos atados a esta silla –dijo–. Son ellos quienes
deberán acercarse.
La señorita Pepa le recordó que no podían caminar.
«¡Salten!», dijo Duclós.
No podía negarse que Sánchez era todo un caballero: le dijo a la
señorita Pepa que él saltaría mientras iba alzándola..
–Y tu, niña, ponte en el medio –dijo Duclós–. Toma las distintas hebras cuando estés segura de poder hacerlo a la vez.
Y así ocurrió. Sánchez dio cuatro saltos mientras alzaba en sus
brazos a la señorita Pepa, quien, apretando los ojos, parecía a punto de desmayarse.
–¡Ahora! –dijo Duclós. Y Lina tomó simultáneamente una hebra amarilla y una hebra verde. «¿Qué hago?», preguntó.
«Hacé un nudo», dijo su mamá, «y empezá a enrollarlas sobre tu muñeca». Lina ató –de cualquier forma– una hebra con otra. Y antes de empezar a enrollarlas, vaciló. Pero si había entendido bien al criollo, bastaba hacer un solo ovillo con ambas madejas para que todo se resolviera.
Y de a poco el ovillo fue hecho, y a medida que iba armándose, las dos marañas de hebras iban simplificándose: se disolvían los nudos y manos y piernas quedaban libres.
–Ya está –dijo la mamá de Lina mirándose la mano.
–Ya está –dijo Sánchez bajando los brazos y dando un paso hacia atrás. Y enseguida agregó: –No crea usted, señorita, que lo hice a propósito.
–Calle –dijo ella bajando los ojos–. Entiendo perfectamente.
–¡Le aseguro que yo nunca hubiera querido hacer algo así! –dijo
Sánchez.
–¡Le dije que se calle! –dijo ella y pareció súbitamente indignada.
Así enfrentó a la mamá de Lina: –¡Vea lo que consiguió usted con su lana! –Y luego a Duclós: –¡Y usted con su locura por los vegetales!
Lina, en silencio, empezó a hacer pucheros. Su madre le preguntó qué le pasaba.
–¡Ahora no me vas a tejer el echarpe!
–Por supuesto que sí –dijo la señora mirando desafiante a la
señorita Pepa–. Será un hermoso echarpe que mezclará el verde con el amarillo.
–¡Ustedes son incorregibles! –dijo la señorita Pepa. Sánchez, con aire virtuoso, dijo:
–Yo prometo no volver a tocarla en mi vida, señorita Pepa.
–¡Y usted es un bruto como buen provinciano! –dijo ella y se
marchó furiosa.
De manera que la mamá de Lina empezó a tejer el echarpe. Y
mientras éste avanzaba, en la casa se tejían y destejían las relaciones de sus habitantes. Un día Lina oyó decir a su madre que Monsieur Duclós había buscado en vano al criollo de las madejas. En la recova nadie sabía de él.
–Ahora dice que le escribirá una carta al gobernador de
Corrientes para que le permita estudiar la flora de esa zona.
–Pero eso queda del lado de la Confederación de Urquiza –dijo
Lina.
–Sí. Y si el gobernador le responde afirmativamente, Jean Paul
nos abandonará –dijo la señora.
«¿Jean Paul?», se preguntó Lina. Pero vio la tristeza de su madre y no dijo palabra.
Otra vez Lina oyó que alguien lloraba en el escritorio de la casa.
Se acercó a hurtadillas. Vio a la señorita Pepa secándose los ojos
mientras su madre la consolaba.
–¡El muy bruto! –gemía la señorita– Dice que en su provincia se juró la independencia del país. «¿Qué país?», le dije yo, «será el suyo, no el mío».
–Todos somos argentinos, señorita Pepa.
–¡Yo soy porteña! ¡Y cuando se enfrenten Buenos Aires y la
Confederación ya veremos quién gana! –la señorita Pepa suspiró desolada– ¡Dígame si un hombre tan educado y... y de buen ver... no podría ser un excelente porteño! –apretó el pañuelo en su puño–¡Pero es tan terco! ¡Tan terco! 
–Como usted, señorita.
Y la señorita Pepa volvió a llorar.
Pero los días pasaban y finalmente el echarpe estuvo terminado.
«Faltan sólo los flecos», dijo la mamá de Lina. «Uno amarillo y otro verde», dijo Lina y le dio un beso.
Oyeron abrirse la puerta de calle.
Es Monsieur Duclós –dijo la señora volviendo el rostro con
ansiedad–. Hoy no vino a cenar.
Duclós se detuvo en la entrada de la sala y miró a madre e hija
seriamente. Lina advirtió un ligero temblor en sus labios.
–El Gobernador de Corrientes me ha invitado a su provincia.
Más aún: tengo datos de que allí, cruzando el Paraná, una tribu de indios hace extraños tejidos con fibras vegetales.
–Y usted piensa que ellos...–empezó a decir la mamá de Lina y
luego bajó los ojos– Entonces finalmente se irá.
–Sí –dijo Duclós y avanzó por la sala sin mirarlas–. Pero no
quiero irme solo –hizo una pausa y siguió sin volver la cabeza–.
Quisiera que usted y su hija me acompañen. Lina miró a su mamá.
Vio su mismo desconcierto reflejado en el rostro de ella. Duclós se dio vuelta y enfrentó a la señora:
–Madame Amelia, aquí, ante su hija, le pido que se case conmigo.
–Pero yo... nosotras... –dijo la mamá de Lina y sus ojos se
llenaron de lágrimas. Él bajó el rostro.
–Sólo piénselo –dijo–. Y contésteme cuando lo crea preciso.
Salió de la habitación sin mirarlas.
Esa misma noche, antes de dormir, Lina le preguntó a su mamá
qué pensaba hacer. «No sé», murmuró ella. No había rubor en ese rostro. Sólo una expresión ensimismada. Lina supo que, en
adelante, no debía hacer más preguntas. Sin embargo a fin de mes llegaron la tía Robustiana y el tío Julián y Lina, esta vez, supo que su madre había decidido partir y quería poner en manos de confianza su pensión. Y supo todo lo que eso significaba.
Luego, una tarde, Monsieur Duclós la llevó al patio de atrás y le
explicó que no pretendía reemplazar a su padre, pero esperaba que ambos pudieran llevarse bien. Lina no dijo nada: asentía con la cabeza mirando el ombú que estaba junto a ellos. Una brisa ligera hacía que la hamaca se balanceara, mientras la niña sentía una alegría tan dulce que tuvo que poner todo su empeño en no echarse a llorar.
La única que pareció ofendida fue la señorita Pepa. Lina asistió a su airada protesta. ¿No comprendía la señora de Acuña que ésa era una deserción? Se decía que Urquiza estaba reuniendo sus tropas para marchar sobre Buenos Aires y sumarla a la Confederación Argentina. Había quienes descontaban un enfrentamiento con las fuerzas de la provincia. Hasta especulaban con el lugar del encuentro: el Arroyo del Medio o el campo de Cepeda. Y bruscamente la voz de la señorita Pepa se quebró. Quién sabe si Buenos Aires tendría una oportunidad frente a... ¡a todos esos provincianos! Pero la voz no se le quebró por el comentario, sino porque en ese momento advirtió que Sánchez había entrado a la sala y la estaba mirando. La señorita Pepa ahogó un sollozo y corrió a su cuarto. El señor Sánchez se encerró en el suyo dando un portazo.
Pronto hubo pasajes, ropas en valijas y algunos muebles
embalados. El viaje a Corrientes sería en barco. La señora Acuña y Monsieur Duclós se casarían un día antes de la partida. Lina jamás olvidaría la agitación de esas semanas. Los planes, las compras y la felicidad de ver reír a su madre y sentir la compañía de Monsieur Duclós. A su alrededor, en la ciudad, también había agitación. El General Mitre había sido puesto al frente de la fuerzas porteñas y arreciaban las críticas y las adhesiones al gobierno de Valentín Alsina. Nada de eso disipaba la alegría de Lina. Envolvía su cuello con su nuevo echarpe y salía de compras con su mamá. Una mañana, regresando de la Tienda de los Ingleses, le propuso a su madre pasar por la recova de la Plaza de la Victoria. Advirtió la tensión de ella. Pero Jean Paul había dicho que el señor criollo ya no estaba allí, con su mesa baja y su extraño banco. Avanzaron bajo la sombra de la recova. De modo que cuando lo vieron, inmóvil, bajo la
misma arcada y junto al mismo pilar, se detuvieron  estupefactas. Él también las descubrió. El gesto que les dedicó bien podría haber sido una sonrisa. Lina corrió hacia su mesa: ni siquiera pensó que si su madre la seguía lentamente tal vez fuera por miedo. Sólo quería que el criollo viera su echarpe.
–Ah –dijo él–. Bien mezclado y en tu cuello. Así tiene que ser.
Lina le contó que estaban por irse de la ciudad.
–Está bien –dijo el criollo–. Todo el país es lindo. Hay que
conocerlo –y miró a la señora que se acercaba con cautela–. No
comprendo por qué todavía siguen peleándose por una parte o por la otra.
–La política... –murmuró la señora, vacilando.
Él pareció no oírla. Dijo que ganaran Urquiza o Buenos Aires, el
resultado siempre sería el mismo. El destino ya estaba echado.
–¿Qué destino? –preguntó la madre de Lina.
–El destino de un país que nació en Mayo, en Buenos Aires; se
hizo independiente en Tucumán; luchó para sobrevivir en el norte, en el Litoral y siguió luchando después de cruzar los Andes –hizo un gesto brusco con la mano–. Los políticos de aquí o del interior pueden decir lo que quieran. La historia, que es la que sabe más, es la que habla –su rostro pareció ensombrecerse–.
¡Y vea que es duro pelear entre hermanos! Allá en el Litoral, el
mismo General Belgrano lo dijo...
La señora meneó la cabeza. Sentía una mezcla de curiosidad y
aprensión. En el fondo todo le parecía increíble.
–¿Puede saberse, señor, cuál fue la batalla en la que lo dieron por muerto?
–Tacuarí.
La señora pareció a punto de replicar. Pero Lina, que por fin
había comprendido, le tomó la mano.
–Vamos, mamá, vamos.
La señora se sorprendió. Pero la mano de su hija apremiaba. Se
dejó llevar. Y Lina, totalmente impresionada, esperaba salir de la recova para decirle lo que había descubierto. Sin embargo, ya a la distancia, no pudo evitar darse vuelta. Y vio la sonrisa del criollo y luego lo vio llevarse un dedo a los labios, pidiéndole silencio. De modo que le hizo caso. Su madre podía no creerle o asustarse todavía más. Lina jamás le diría que ese hombre –que alguna vez, cuando era un niño de su edad, había revistado junto al General Belgrano– estaba sentado sobre un tambor de batalla.

Nota
En 1852, después de la batalla de Caseros, Buenos Aires se separó del país: creía ver en Urquiza un nuevo Rosas y temía que las provincias del interior afectaran su poder económico y su autonomía.
En la primavera de 1859, Buenos Aires sería derrotada en el campo de Cepeda y dos años más tarde triunfaría en Pavón, tras lo cual iba a terminar reuniéndose con las demás provincias para conformar la actual República Argentina. En Tacuarí, según la tradición, hubo un legendario niño que animó a los soldados del General Belgrano con el redoble de su tambor. De «el Tambor de Tacuarí», tal
como se lo llamó, se dijo que no había sobrevivido a la batalla.

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