Palabras salamanqueras
Estos cuentos tienen muchas cosas en común. Todos tratan sobre brujas: de las malvadas, de las buenas; de las audaces y de las tontas. Y también, sobre aquellos que son víctimas de sus fechorías y que deben recurrir a mañas y a la
astucia para hacerles frente. Ocurren en algún rincón de nuestro campo, donde hace siglos hicieron cuna y aún viven creencias sobre estas malas bichas. Creencias de noches de Salamanca y aquelarre, de pactos con el Diablo, de animales que se enferman o amores que corren peligro porque estas meten la escoba en medio.
Están basados en lo que la gente todavía cuenta de ellas, por ser testigos de algún sucedido o porque le ocurrió al hermano del primo de un amigo del vecino. Pero también en relatos brujeriles de otras latitudes, que bien podrían haber ocurrido –¿u ocurren?– en cualquier punto cardinal de la Argentina.
Otro punto en común entre estas historias es un viento que sopla en casi todos ellos. Pero no uno cualquier, no señor. Se trata del Zonda, llamado “viento de las brujas” porque es caliente, sucio y –se dice– que cuando azota, complica
la vida de las personas y, también, suele causar extrañas conductas y traer raras consecuencias.
Por eso se llama “viento de brujas”, porque se dice que cuando él sopla, no solo ensucia o calienta el ambiente por horas, también las trae volando a ellas, se queda lo que duran las ráfagas para hacer de las suyas y, cuando finalmente se
va, se las lleva con él.
Ojalá te gusten y cuando el Zonda o cualquier otro viento sople en tu lugar del mundo, te acuerdes de estos cuentos sobre esas “que las hay, las hay”.
Tu amigo el autor.
Viento de brujas
de Fabián Sevilla
Juan Seisdedos era el tipo más tramposo del mundo: se decía que hacía trampa en lo que jugara, hasta cuando respondía una adivinanza.
Sin embargo, se convirtió en héroe. Fue hace mucho, cuando por la zona del pueblo en que vivía (y venía haciendo trampas en cuanto juego jugaba desde que tenía conciencia), comenzó a correr un Zonda extraño.
El Zonda es un viento caluroso y sucio. Cada vez que baja de la cordillera, azota el llano con sus látigos de fuego y tiñe todo de un polvo fino que también ahoga. Se lo conoce como Viento de Brujas, porque además de afectar la salud, a
muchos les cambia el humor, incluso se habla de gente que enloqueció por culpa suya. Pero si algo tiene de bueno es que, con el paso de las horas, se disipa y la vida refresca.
Mas aquella vez, el viento pareció instalarse en la región. Los días eran terribles, no había sosiego al calor y las tremendas ráfagas volaban techos, convertían
en barro el agua y exaltaban los ánimos.
Fue precisamente Juan Seisdedos quien se propuso averiguar la razón de aquel capricho ventoso. Y siguiendo el destino que tomaban las ráfagas, se llegó a un recoveco apartado del campo. Era la medianoche y de repente una inmensa fogata se encendió solita, porque sí. En segundos, a ese rincón entre chañares y algarrobos comenzaron a llegar hombres y mujeres que se saludaban como si se conocieran de toda la vida. Entonces, surgió música de quenas, arpa y violín, y todos comenzaron a bailar una confusa y prohibida danza.
Eso le bastó a Juan Seisdedos para saber que eran brujos y brujas reunidos en furiosa Salamanca. Lo confirmó cuando al tercer graznido de un cuervo, comenzaron a surgir diablos colorados que se sumaron al indecente baile. Algunos, mientras se meneaban al son de la música iban tomando formas de animales, de los conocidos y de los que aún nunca fueron vistos por ojos cristianos.
Ese ir y venir de formas causaba risotadas en las brujas y los brujos. Risas de un placer que daba escalofríos al testigo de tan oscuro festejo. Entonces, se hizo un silencio de duelo. Ni las ramas de chañar que avivaban la fogata crujieron.
Es que a la fiesta llegó Él. Calzaba relucientes botas negras, en las que destacaban espuelas de un brillo filoso y mortal. Vestía calzones morados
y tirador atado al cinto, lleno de monedas (una por cada alma que se había comido desde la noche del tiempo y aquellas que ya tenía en su lista a futuro).
Su casaca punzó era la viva imagen de la sangre que no corría por sus venas; y debajo, lucía fino chaleco morado, sobre una camisa de fuego que no lo
quemaba.
El poncho terciado al hombro, también era un incendio. Usaba pañuelo de seda al cuello y un elegantísimo sombrero, también negro, por donde de entre su cabello escapaban dos cachitos de carnero. Venía en un caballo azabache, todo chapeado en plata y con montura hecha con el pellejo de un cura caído hacía siglos en pecado.
Cuando la Potestad del Mal se apeó de su brioso pingo, hizo una seña a uno de los brujos que, temeroso y con la cabeza gacha, se le acercó.
—Ya llevamos cuatro días esperándolo. Es güeno verlo aparecer —lo saludó con voz respetuosa, pero temblorosa.
El cachudo se sonrió para mostrar el agrado que le causaba tanto respeto. Entonces, quiso saber: —¿Está güeno el lugar?
—No hay otro mejor pa establecernos y hacer aquí nuestras reuniones hasta el fin de la eternidad.
Fue ahí que Juan Seisdedos comprendió la razón de aquel Zonda que se negaba a irse. Los brujos, brujas y diablos habían elegido aquel paraje para hacer su Salamanca y lo peor de todo, pensaban quedarse para siempre condenando a
todos a padecer de un eterno viento infernal.
Con esa novedad, Juan Seisdedos puso pies en polvorosa; retornó al pueblo y tras tañer las campanas de la iglesia, reunió a todos para contarles lo averiguado.
—¡Estamos condenados! —gritaron las mujeres cuando hubo terminado de anoticiarlos.
—¡Tenemos miedo! —aullaron los niños.
—¡Nuestro pueblo será el infierno! —profetizaron sin equivocarse los ancianos.
Los hombres más jóvenes no agregaron nada.
Sabían que la responsabilidad de solucionar aquella desgracia recaía sobre sus espaldas. Pero, ¿quién se animaba a enfrentar cara a cara a Mandinga, para correrlo del lugar que había tomado como suyo sólo porque se le había cantado?
Todo eran miradas de vergüenza entre los hombres, cuando Juan Seisdedos habló:
—Yo li haré frente.
La tragedia los bañaba, pero igualmente la carcajada general fue inevitable.
—¿Vos? Si sos un infeliz más...
—No ti buá a discutir eso —aceptó el Juan Seisdedos—. Pero a fuerza de hacerle trampa, verán como el Maligno termina devolviéndonos la tranquilidad.
La noche siguiente, Juan Seisdedos volvió al rincón donde se desarrollaba la Salamanca.
Llegó cuando una bruja cantaba para el Tiñoso; la oía sentado sobre un trono hecho de rocas y huesos que alguno se habría robado del cementerio del pueblito.
Juan Seisdedos no se hizo esperar y con una valentía que no se conocía, interrumpió aquel himno a todos los pecados y maldades del mundo.
—¡Tienen que irse ya mesmo! —ordenó haciéndose ver.
Los brujos y brujas se taparon los rostros para no ser reconocidos por el extraño. Los diablos intentaron atacarlo, pero el Demonio chasqueó su pezuña izquierda y evitó que lo despedazaran.
—Deben irse y usté, don Mandinga, también —redobló la amenaza Juan Seisdedos.
El Diablo se rió. Aquel era un chiste para él, tan acostumbrado a la sumisión, el miedo, la entrega total.
—¿Y por qué? —le preguntó mostrando una sonrisa llena de chispas.
—Porque esta parte del mundo es nuestra. Usté y los suyos ya tienen un lugar pa ocupar. ¡Y bien merecido que se lo tienen!
—Pues, Juan Seisdedos —le dijo el Diablo que ya lo conocía por sus trampas de toda la vida—. Ese es el lugar al que vas a ir cuando estirés las patas. Te propongo que no me hagás esperar y te convido a sumarte a nuestra fiesta pa que te vayás acostumbrando.
—Ni loco, ni mamao —se resistió el mozo. Y luego de luchar por sostener sus ojos a los ojos del Negrísimo, agregó—: Te propongo una disputa. Si ganás vos, se quedan pa siempre como lo tienen planeado y te doy mi alma sin que tengás que esperar mi muerte.
—¿Y si pierdo? —quiso averiguar el otro, que confiaba que toda apuesta que se le hacía siempre le resultaba en victoria.
—Nunca, pero nunca volverán por estos lares y borrás mi alma de tu lista de condenaos.
Lo disputado le pareció mucho al Diablo, pero como es muy fácil de tentar, aceptó la fusta.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó.
—Jugaremos durante siete noches. Al cabo de las mismas, se habrán definido nuestros destinos —atacó el mortal.
—¡Aceptado! —rebatió el Demonio, que ansiaba vérselas contra un tramposo para hacerlo fracasar.
Él era el inventor de cuanta trampa podría existir. Envalentonado con aquello, incluso se animó a proponer—: Además, te concedo que vos elijás lo que jugaremos durante esas noches.
Era eso lo que precisamente quería Juan Seisdedos.
—Mañana al tercer graznido del cuervo, güelvo y nos sentamos a jugar —le informó el tramposo y, como si nada, se fue.
Tal cual lo acordado, al tiempo indicado, el Diablo y Juan Seisdedos se encontraron sentados ante una mesa y rodeados por brujas, brujos y
demonios inferiores.
—Bue, comencemos —apuró el Tiñoso, que es fácil de perder la paciencia.
Juan Seisdedos sacó un dominó.
—¿Así pretendés ganarme? —le dijo el contrincante bastante desilusionado, esperaba algo más osado de parte de aquel tramposo tan bien mentado.
Lo que no notó es que aquel dominó, hecho especialmente por Juan Seisdedos, no tenía puntitos. Sus fichas eran totalmente blancas. Por eso, jugaron durante toda la noche hasta que el gallo cantó anunciando el fin de la oscuridad, la
Salamanca se disipó y el Diablo y su contrincante quedaron empatados.
La segunda noche, Juan Seisdedos propuso jugar ajedrez. Pero las piezas eran todas del mismo color. Resultado: el alba llegó y aquella partida terminó sin un ganador.
La noche siguiente, trajo un juego de damas cuyas fichas eran blancas y negras, pero el tablero no tenía celdas: era totalmente liso. Nuevamente, terminaron iguales.
En el cuarto encuentro, el juego fue la taba, pero con un hueso que según Juan Seisdedos era invisible. Así, que él y el Diablo se la pasaron meta arrojar una clavícula que nadie veía y por ende, no se sabía dónde caía. Nuevamente, la
noche no dejó ningún triunfador.
La quinta noche, el timo de Juan Seisdedos fue tan grande y efectivo para quedar empatados, que no me animaría a escribirlo por temor a que el Maligno se me apareciera y me diera flor de susto, me redujera a cenizas o lo peor, me llevara con él al averno. Así que paso al sexto encuentro, cuando siguió el truco, que es el juego favorito del que ya sabés porque para ganar siempre hay que mentir.
Jugaron en parejas: Juan y una bruja; Mandinga y uno de sus diablillos. Pero ¡todos los naipes tenían la misma imagen! El Diablo comenzaba
a sentirse timado y el enojo era indisimulable.
Por ello, la séptima y última noche decidió cortar con aquella apuesta que ya lo estaba dejando en ridículo ante sus discípulos.
—Esta noche lo definimos y no quiero que traigás juegos arreglados. Jugamos limpio o doy por roto el trato. Lo cual significa que nosotros nos quedaremos
por aquí, ustedes tendrán que aprender a soportarnos y vos, Juan, te venís ya mesmito conmigo...
¿Jugar limpio? Para Juan Seisdedos aquello era peor que terminar quemándose en el infierno. El Diablo sí que era astuto. Lo había acorralado.
—Para que veás que no soy de desdecirme, te mantengo el derecho de elegir el juego y si llegáramos a empatar, directamente serás vos el ganador —añadió con todo su ego al aire, el Señor de los Pecados.
Juan Seisdedos ya se veía perdedor. Pero una luz brilló en su cerebro tramposo y ahí nomás propuso:
—Juguemos rayuela.
—¡RAYUELA! —bramó el Malo.
—Sí, ¿qui hay? ¿No es un juego, acaso?
El Diablo echó una mirada en redondo con la que descubrió que todo el séquito esperaba su respuesta. Algo presionado, finalmente aceptó. Con una ramita de algarrobo, Juan Seisdedos dibujó en la tierra una rayuela. Si bien temblaba
del miedo, escribió muy prolijamente los números en cada casilla y las palabras al principio y final del trayecto.
—Listo —dijo al terminar.
—Vos primero —le concedió el Demonio.
Juan Seisdedos atravesó a saltitos aquella rayuela y en tres segundos llegó al penúltimo casillero.
—Gané. Es tu turno —ofreció.
—Pero si no terminaste —le retrucó el Diablo mientras se preparaba para saltar.
—Ti digo que gané —insistió el otro.
El Demonio, confiando en que el otro había abandonado antes de concluir, comenzó a saltar. Con sus pezuñas, primero pisó TIERRA y de ahí,
a los brincos, abriendo y cerrando sus piernas de carnero, llegó a la penúltima casilla.
—Te voy a ganar —se adelantó antes de dar el último salto.
—No. Yo ti gané, porque estamos empatados —le dijo Juan Seisdedos.
—Aún me queda una casilla pa pisar, vos no pudiste llegar, por flojo —dijo en medio de risotadas y se dispuso a saltar a la última celda.
Pero entonces, Juan Seisdedos le hizo “no” con su índice, que luego dirigió al piso señalándole a su contrincante la última casilla a la cual debería llegar para ganar.
El Diablo se puso como una Furia. Abrió sus ojos y mostró sus colmillos cuando leyó la palabra CIELO. Se quedó estático en la penúltima celda, sin poder avanzar. Jamás podría pisar aquella inscripción.
—Les doy un minuto pa que vuelen y desaparezcan. Hasta nunca —casi ordenó el ganador.
Todos aguardaron las palabras de su amo.
—Está bien, acepto la derrota.
Eso fue suficiente para que de repente el Zonda cobrara más violencia. Acaracolándose en cada uno de los brujos, brujas y demonios, se los llevó en andas. Gritaban, maldecían, aullaban, pero no pudieron escapar de aquel azote que vaya uno a saber hasta dónde los arrastró.
De pronto hubo silencio, la noche se volvió fresca y respirable. Solo quedaba el Diablo, inmóvil.
—Fue un gusto conocerte —le dijo a Juan Seisdedos, lamentando con toda su podrida alma haber perdido el derecho a tener aquel tramposo, algún día, entre los que se asan en su reino.
Iba a irse, cuando Juan Seisdedos lo detuvo:
—Me tenís que dar algo.
El Demonio se sonrió. Con una pezuña arrancó una de las monedas de su cinto y se la arrojó.
Hasta hoy nadie puede explicar si lo hizo a propósito o alguna ráfaga perdida del Zonda que ya se había disipado le jugó en contra.
Pero la cuestión fue que la moneda no fue a caer en la palma abierta de Juan Seisdedos.
En cambio, como una última burla al Maligno, cayó en la última casilla de la rayuela. Justo donde decía CIELO.
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