VI Melina
A la segunda clase con el Abuelito fui solo, aunque Soledad
insistía en acompañarme. Cree que yo soy una mezcla de Charly García y Superman –tal vez no es así, pero ella piensa que mi vida es fascinante–.
Elegí ir por una picada muy angosta, subiendo y bajando laderas.
En la Península siempre se camina en forma oblicua, y eso resulta incómodo para el que no está acostumbrado. Pero por otro lado, al llegar a la cima de una lomita se descubre de pronto un bosque de rosa mosqueta, una bandada escandalizada de bandurrias o la vista del lago a la sombra de los cerros, sombras oscuras bajo el agua quieta como monstruos sumergidos. A veces, cuando el viento
provoca ondulaciones en el agua, las sombras parecen moverse y mucha gente ha creído que es Nahuelito lo que se mueve.
Pero son nada más que sombras.
Aquel día tuve una sorpresa: la puerta me la abrió una chica
rubia y alta, con una sonrisa llena de pecas.
–¿Vos sos Raúl? Pasá. Me llamo Melina.
Melina era una alumna adelantada. Podía cantar muy suave,
como si estuviera durmiendo a un bebé y de pronto se desataba como un huracán, sin desafinar. La verdad, nunca oí que alguien cantara tan bien, pero el abuelito no dejaba de darle indicaciones: tenés que contener tu fuerza, le decía. Tenés condiciones, por eso te exijo, empezá de nuevo, sin gritar.
Casi le pido un autógrafo a Melina, pero me contuve.
En la sala se destacaba el piano, algunas guitarras y el sillón
donde papá hubiera querido leer el diario. También una mesita de madera rodeada de sillas.
Rápidamente, el Abuelito me ordenó unos ejercicios para los
dedos, inspeccionó mis uñas y luego me tomó una prueba de voz.
Me hizo ensayar distintos gritos, graves y agudos. Dijo que era para saber cuáles eran mis posibilidades expresivas. Parecía disfrutar con mis chillidos, sobre todo con los agudos. Después, me enseñó unas notas muy simples, una tonada alegre que aprendí rápidamente. Yo tenía algunas nociones y buen oído, así que pronto aprendí varias
canciones. Todavía canto la que más me gustó:
En el campo no hay confort. pero vivimos cien años.
Duro nos castiga el sol, pero a la ciudad no extraño
El Abuelito, en fin, no era tan viejo, pero era albino. Bueno, se los tenía que contar: el Abuelito era descolorido como el papel y por eso tenía algunos problemas de visión, por sus pestañas y cejas ralas y pálidas. Con el tiempo se acostumbró a que lo llamaran el Abuelito, a tal punto que el mismo se presentaba así.
Tenía la piel tan descolorida como su pelo. Y sabía enseñar muy rápido. Yo aprendí la López Pereyra a una velocidad ultrasónica. Y la Zambita Andariega.
Melina vivía en La Casa del Molino, que quedaba a la vuelta de mi cabaña, así que tomó la costumbre de esperar a que yo terminara mi clase y después caminábamos juntos. Ella estaba preocupada como todos los nativos de la zona por el tema del Sombrerudo:
–Me viene bárbaro venir con vos, papá prefiere que no ande sola hasta que descubran a ese tipo.
–Pero... ¿qué hace? ¿Ataca? ¿Muerde?
–Ese es el problema, no se sabe lo que quiere: hasta ahora no lastimó a nadie, se aparece de noche, sorpresivamente, con la cara cubierta y un sombrero muy grande.
Por mi parte, el Sombrerudo empezaba a resultarme simpático, sobre todo ahora que Melina había decidido esperarme gracias a él.
La sensación de que el Sombrerudo estaba oculto en algún arbusto, esperando la noche, facilitó mucho nuestras primeras conversaciones. Aunque es cierto que con los días nos olvidamos completamente del Sombrerudo y pasamos a hablar de la escuela, de la música, y , claro, le hablé de Chacarita y le canté las canciones que los muchachos grandes del barrio cantan en la cancha, los días sábados. Me hice hincha de Chacarita porque a los cinco años vi el
escudo del club en una revista y me gustó porque era rojo, negro y blanco. Los demás equipos eran rojo y blanco o amarillo y azul.
Chacarita era el único tricolor y eso me definió.
Todo eso le contaba a Melina, que parecía divertirse, nada que ver con Sole o mi mamá o mis compañeras de la escuela, que se dormían cuando les hablaba de los colores de Chaca.
VII El Sombrerudo
Aquel día, a mitad de camino hacia la casa del Abuelito, el cielo ya estaba encapotado y algunas nubes parecían terrones de arcilla roja y morada. Los relámpagos venían del oeste y se acercaban lentamente. Cada tanto, unos remolinos helados cruzaban el campo y hacían temblar los cedros y los enebros.
Al fin, llegué a la Casita Rosa con las primeras gotas. A pesar de que estábamos a media tarde, había una luz crepuscular. Melina me abrió la puerta, como siempre, y me saludó con un beso en la mejilla. A partir de su presencia, la tormenta me pareció menos dramática. Yo no estaba habituado a la furia de la naturaleza, pero el hecho de compartir la tormenta junto a Melina y en una casita
perdida, a orillas de un lago, despertó mi espíritu aventurero.
Esa clase fue muy especial. Melina, que se había ganado la
confianza del Abuelito, preparó un mate. El mismo Abuelito,
influenciado por la tormenta, estaba menos riguroso y nos dejó cantar por cantar. Se olvidó de su rol de maestro y poco a poco entramos en sintonía los tres. Cantamos El Viejo Matías y Caballo Empacado.
Mi caballo overo está chiflado, ayer tiró el apero
y me dejó plantado.
Le pedí explicaciones al mancarrón estoy empacado,
me contestó.
Pero entonces comenzó a llover y el ruido de la lluvia en el techo era escandaloso. Por las ventanas yo veía a los cipreses inclinados por el viento. Volaban hojas y ramitas. El Abuelito nos sugirió quedarnos hasta que el clima mejorara. Nos invitó con un té de frutas rojas. Parecía una granadina caliente, pero en realidad era una mezcla de grosellas y cerezas.
Pronto llegaría la noche.
Yo nunca hice alarde de mi valentía, la verdad es que siempre tengo un poco de miedo, por las dudas –debe ser una especie de cábala–, pero en un bosque, después de una tormenta rabiosa y con Melina al lado, tenía una alegría sólo comparable a cuando Chacarita ascendió al Nacional B.
En el camino, espiamos los últimos reflejos púrpuras del sol
detrás del cerro López, que tenía la cumbre refulgente de nieve.
Comenzamos a cantar a dúo, pero enseguida me quedé en silencio para escuchar a Melina, hipnotizado.
–O cantamos los dos o no canto, que me da vergüenza cantar sola –me dijo.
–Bueno, está bien –le contesté.
El camino a la cabaña era largo y desolado. Todavía caía una llovizna helada y el suelo estaba resbaloso.
Al llegar a un lugar donde había una vieja construcción de
madera a medio terminar, me pareció oír ruidos entre los arbustos.
–Salute, un perro. O un gato –le dije a Melina, que se quedó
paralizada.
Intenté un chiste para engañar al pánico que sentía, pero
entonces Melina gritó. Gritó y yo también grité, por las dudas o por contagio.
Había una figura oscura e inmóvil en el umbral de la casa
abandonada. Sí, tenía sombrero y la cara cubierta con un
pasamontañas. De pronto alzó los brazos y nos amenazó:
–Jóvenes, jóvenes tontos, no es hora, no, no es hora de pasear bajo la lluvia como tontos enamorados.
Era una voz metálica, deforme, la voz de un loco, un enfermo.
Una voz lúgubre y oscura y atormentada.
Corrimos. Sí, corrimos y caímos en medio de los charcos una, dos, tres veces, entre gritos y risas desesperadas y nerviosas, porque al final, cerca de la cabaña, los gritos, no me pregunten por qué, se mezclaban con el barro y la risa. Si Melina caía, la ayudaba con la mano, si yo caía, Melina cumplía su parte y así llegamos a la cabaña.
–¡Ahhh, pa, pa, ay, afuera, allá....el som, el... el sombre...! Y ante la desesperación de papá, mamá y la pobre Sole, pude articular:
–¡Vimos al Sombrerudo!
Un rato después, llevamos a Melina en el auto hasta la casa. Yo seguía inquieto. Mamá trató de calmarme con unos masajes en los hombros, mientras me decía “Pobre mi bebé, mi bebito” Sole me miraba con los ojos redondos como naranjas, papá no paraba de hacer deducciones y preguntarme cosas, caminaba en círculos y me pedía que me calmara mientras él parecía a punto de estallar
(supongo que así reaccionan los antropoides cuando alguien de su familia está en peligro):
–¿Cómo era? ¿Les quiso pegar? ¿De qué color era el sombrero?
Le repetí una y otra vez lo mismo. No pudo hacernos otra cosa que asustarnos. Tal vez nos corrió, pero ni Melina ni yo nos atrevimos a mirar atrás. Estábamos demasiado ocupados en saltar por sobre los charcos y los desniveles del camino. Eso sí, el sombrero era alto y terminaba en una punta fina, muy antiguo, con alas anchas.
–Entonces existe. El Sombrerudo existe.
Papá se acostó muy tarde esa noche, y yo no pude dormir hasta el amanecer, aunque estaba en la cama desde la medianoche.
VIII Gritos
A pesar de todo, continuamos yendo a las clases de música, salvo los días de tormenta. Era un hecho que el Sombrerudo actuaba solamente de noche. Melina era increíblemente valiente, tal vez un poquito más valiente que yo, que al volver de La Casita Rosa no paraba de mirar a izquierda y derecha, por más que aún fuera de día.
Las semanas pasaron sin novedades, salvo que las apariciones del Sombrerudo se sucedían más esporádicamente, debido a que un grupo de vecinos patrullaba los caminos de la Península con el fin de atraparlo. Súbitamente, dejó de aparecer. Eso demostraba que se trataba de un vecino, lo que mortificaba a todo el mundo. La gente empezó a desconfiar. Papá decía:
–Lo más terrible es que se trata de uno de nosotros. Tal vez de uno que está patrullando. Tiene que ser un tipo con doble
personalidad.
El último sábado antes de irnos, papá aceptó mi idea de invitar a cenar al Abuelito y a Melina, a modo de despedida. Íbamos a comer trucha a la parrilla con ñoquis caseros, una combinación que me fascinaba.
Como los sábados no tenía clases de música, corrí hasta la casa de Melina para contarle sobre la propuesta y pedirle permiso a su padres. No sólo no tuvieron inconvenientes, sino que además Melina me acompañó hasta La Casita Rosa para invitar al Abuelito.
Como me sentía en deuda con Sole, decidí invitarla a pasear con nosotros y de paso, a conocer la casa del Abuelito, pero me dijo que había quedado en jugar con sus amigas. Si bien era cierto que desde muchos veranos atrás era parte de la “pandilla de las vacaciones” – formada por chicas de la Península y otras que van con sus familias, como nosotros, en los meses del verano–, me desconcertó su forma de rechazar mi invitación, más bien hostil. Fue Melina quien me
aclaró el por qué del tonito raro de Sole:
–Sos el hermano mayor. Está celosa de mí. ¿No te das cuenta de que sos su héroe?
Cuando llegamos a La Casita Rosa, golpeamos la puerta, pero nadie nos atendió. Sin embargo se sentían ruidos.
–Debe estar escuchando música. ¿Y si le damos una sorpresa y entramos? –dijo Melina.
Melina era bastante más caradura que yo. Abrió la puerta y entró con toda confianza. La seguí, pero unos gritos nos paralizaron. Eran gritos de terror. Eran, justamente, nuestros propios gritos. Y un instante después oímos aquello:
–Jóvenes, jóvenes tontos, no es hora, no, no es hora de pasear bajo la lluvia como tontos enamorados
Sencillamente, no lo podíamos creer, pero la verdad estaba clara como el agua del lago. Sí, el Sombrerudo era el Abuelito. Así de simple y revelador. Confieso que todo lo que hice fue salir como había entrado, pero Melina no, Melina se quedó y no tuve más remedio que volver a entrar. Ella me hizo una seña con la cabeza: quería espiar. Y espiamos.
El Abuelito estaba sentado en su único sillón, con los ojos
cerrados, como si estuviera escuchando la Quinta Sinfonía de Beethoven. Estaba concentrado, completamente concentrado.
–Melina, salgamos de aquí, por favor, es peligroso.
–No, esperá. ¿No te das cuenta? ¡Podemos ser los héroes en serio!
–Pero...Melina...
Era imposible. Estaba tan decidida que...
Entonces los gritos (nuestros gritos) terminaron. Si hacíamos un ruido, por mínimo que fuese, iba a escucharnos. El Sombrerudo se levantó, escuchamos sus pasos suaves. Un momento después, comenzó una nueva serie de gritos, de otras personas.
–¡Cambió el cassette! –susurró Melina.
–Hagamos la denuncia y listo. Que venga la policía.
–No, no van a creernos, llevemos ese cassette.
–Si, van a creernos, mi papá me cree todo –le dije.
–Tengo un plan...
El plan de Melina: quitarse los zapatos, aprovechar que el
Abuelito estaba extasiado y sacarle algún cassette.
–Esperame aquí.
Yo no podía creerlo: se sacó las zapatillas y fue en puntas de pie hasta donde estaba el grabador. Con un ojo la miraba a ella y con el otro al Abuelito, que seguía en actitud mística, como disfrutando de un coro celestial. Pero entonces algo falló. Melina, según lo que después me contó, dudó al ver una pila de cassettes muy grande.
Intentó agarrar varios, y en ese momento uno de los cassettes resbaló y cayó al suelo estrepitosamente. El Sombrerudo abrió los ojos, los gritos grabados se confundieron con los gritos de Melina, que entró en pánico.
–¿Qué hacen aquí? ¿Qué hacen en mi casa? –rugió el Abuelito, con la cara roja de furia. Acorralado, al ver que se acercaba a Melina hice lo único que podía hacer, además de huir y dejar sola a Melina.
Corrí hacia el terrible albino y lo empujé. Fue un empujón lo
suficientemente potente como para dejarlo desparramado en el piso, mientras Melina, sin soltar los cassettes que tenía en sus manos, enfiló a la puerta, olvidándose las zapatillas. Afuera, corrimos como dos poseídos, mientras el viejo nos seguía inútilmente.
IX Los héroes de la Península
Llegamos a la cabaña, agitados y alzando los cassettes en
nuestras manos. Explicamos a papá y a mamá, que estaban
desconcertados, lo que había ocurrido. Para convencerlos, pusimos un cassette en mi grabador. Nada. Eran canciones. Probamos con otro y otro. En el cuarto, sonaron nuestros gritos.
Después fue la denuncia, la policía que llega a la casa del
Abuelito, el Abuelito fugado, las evidencias encontradas, un
sombrero y varios pasamontañas escondidos abajo de un colchón.
Después fue cuando encontraron al Abuelito en medio del bosque, hablando sólo, diciendo a los gritos que él era un artista, un gran artista, un músico secreto, en fin, parece que se consideraba a sí mismo un vanguardista o algo por el estilo. Para él, los gritos de los asustados eran música.
Fue papá el que días después opinó, escuchando un disco de Los Raperos del Bajo:
–Mirá vos, no estaba tan errado el pobre. No es tan diferente a lo que pasan por la radio.
Y agregó:
–Estos grupitos raros que escuchan los chicos hoy en día. Puro griterío. Y para mejor ni siquiera cantan: hablan en voz alta y rapidito, sin comas ni puntos, en mi época por lo menos se cantaba.
El asunto es que desde ese día, para Sole me recibí de héroe en serio, por más que le jurara que la verdadera heroína era Melina, que a ella se le había ocurrido entrar sin que le abrieran y que si por mí fuera, el Sombrerudo todavía estaría rondando por la Península.
Melina, para completarla, olvidó mis vacilaciones y resaltó el
empujón –un acto desesperado– que le permitió a ella salir
corriendo hacia la puerta.
En cuanto al Abuelito, lo más triste fue cuando la policía lo
detuvo, los vecinos tomaron conciencia de que, en definitiva,
perdían al maestro de música que tanto querían sus hijos, a pesar de su dura disciplina. Visto a la distancia, disfrazarse con un sombrero antiguo y un pasamontañas para asustar gente no parecía un delito muy grave. Karina decía:
–Ese hombre no está loco, está solo y se le desordenó la cabeza, necesita que alguien le acomode las ideas.
Quedó libre enseguida, pero el juez le ordenó asistir a terapia.
Comenzó a ir al consultorio de Juancho, un psicólogo de barba rubia y la panza más grande de la Península. Casualmente, el mismo psicólogo al que iba Karina: parece que de tanto cruzarse en el consultorio se fueron haciendo amigos hasta que un día Karina o el Abuelito o ambos a la vez dieron un paso más allá, bastante más allá y no me pregunten como ocurrió, pero ahora son novios. Melina lo
sabe muy bien, porque ha reiniciado sus clases de música.
Porque ayer recibí carta de Melina y me puso muy feliz saber que Karina ha encontrando al Pájaro Azul. Me escribió una carta larguísima con un dibujo: soy yo, tocando la guitarra, en un bosque casi tan fantástico como el de la Península. Me dice que el verano que viene ella puede enseñarme algunas canciones y yo pienso que eso debe ser lo más lindo del mundo. Que Melina me enseñe a tocar la guitarra, que Melina me rete porque no estudié las notas ni me
dejé crecer las uñas, mientras afuera llueve o hay sol y los
monstruos ndan sueltos asustando a la gente, y yo con Melina.
¡Ah!...¿Cuánto falta para el próximo verano?
FIN
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