VIII Un bosque de fresnos
Lisi llegó a Buenos Aires una semana después de lo previsto.
Todos creyeron que lo de la fiebre había sido un simple
enfriamiento. Pero ella sabía que no.
¿Cómo uno se enamora así de alguien a quien apenas conoce? – pensó–. Y además, no verlo antes de regresar.
¿Será cierto que desapareció, como me comentó Marga? ¿Se habrá ido lejos? ¿Por qué Juan no me dijo que se iba? ¿Y ahora cómo voy a lograr concentrarme y estudiar para los parciales, si ando en Babia pensando sólo en Juan y sus bosques mágicos?
Después de un tiempo, a la salida de la facultad le preguntó a Sofía si podían hablar a solas.
–Claaaro, comemos en casa y luego nos aislamos de orejas
ajenas. 
Lisi almorzó poco.
Al terminar, fueron a la habitación de Sofi. Después de escuchar un tema nuevo de Divididos, Lisi le contó casi llorando el encuentro con Cillaro en las Piedras Blancas, la noche en la que no quiso ir a bailar. Y de su voz contándole cosas desconocidas por ella, la ternura de su abrazo, aunque le impedía darse vuelta.. Todo tan extraño...
–¡Y me lo decís ahora! Hace tres meses que volvimos.
–No me animaba. Pensé que se me pasaría.
–Está bien, tranquilizate, ya se nos va a ocurrir algo –sugirió con cariño Sofía–. ¿Cómo se te dio por engancharte con un tipo así? 
–Mirá si no será todo raro que nunca lo vi de cuerpo entero.
¿Vos lo viste alguna vez?
Sofía se tomó unos segundos antes de contestar:
–No. De cuerpo entero, no. Nunca.
–Por favor, no le comentes nada a nadie. ¿Sí? Ahora, lo único que quiero es saber dónde está Juan.
–¡Sacátelo de la cabeza! Nena, ¿seguro que no soñaste?
¿Qué eran esas cosas desconocidas de las que te hablaba?
–No sé bien, yo estaba embobada oyéndolo. Hace tres meses ya y no tengo claro qué me dijo, ni qué le dije yo. Sólo me viene a la cabeza un bosque de fresnos o algo así...
–¡Ah! ¡Qué dato! –comentó irónicamente Sofía.
–¿No dije nada mientras deliraba?
–¿Nada? ¡Dijiste tantas pavadas! Mirá..., cortala. Ahora tenés que aprobar los parciales. Si no, tu vieja te va a matar.
–Pero Sofía, cómo hago...
–Ponete las pilas y da los parciales. Haceme caso, Lisi. Después vemos.

IX La sorpresa de Martín
Mientras en un lugar de Buenos Aires amanecía rápidamente, en el sur, lejos de todo ruido (sólo el canto de los pájaros) el aire dulzón hacía remolinos en la cabeza de Cillaro. Cuanto más pensaba en Lisi, más fuerte era la necesidad de hablarle.
Estaba convencido, no quería dejar las cosas como habían
quedado. Necesitaba llegar a ella. Pero... ¿cómo?
–Me parece que lo mejor será que yo primero vuelva a la costa – pensó en voz alta, mientras bordeaba el lago.
Volver a la costa. Allí vivía Martín, el único en Madryn ante quien se animaba a mostrarse tal como era; su amigo, el que lo había salvado, y luego le había alquilado el local de la heladería, sugiriéndole que podía atender detrás del mostrador especial que había hecho construir para él. Además, le había arreglado todos sus papeles. Necesitaba hablar con su amigo sobre Lisi. Seguramente Martín, como buen investigador, podría tender sus líneas y averiguar la dirección de ella en Buenos Aires. Y entonces Juan le
escribiría. 
Esa noche Martín se sorprendió mucho al verlo. 
–¡Ey! ¡Juan! ¿Vos por acá? ¿Qué pasó en la cordillera que los bichos salieron disparando? –bromeó mientras abrazaba al recién llegado.
–Así es. Al bicherío lo atacó la locura –se rió Cillaro
respondiendo al abrazo con un buen sacudón sobre la espalda de su amigo.
Fueron a caminar por la playa y se quedaron conversando hasta el amanecer. Cillaro le habló de Lisi y también de su plan. 
–Juan, está bien. Escribile la carta pero ni se te ocurra ir a
Buenos Aires. Está llena de gente, ¿cómo vas a pasar inadvertido? Y además, ¿qué harás cuando estés frente a ella? 
–Le voy a explicar. Le voy a explicar todo. Pero ahora quiero
pensar en la carta. Conseguime la dirección. ¿Se acordará de mí?

Un sueño de papel
Una tarde, al llegar de la facultad, Lisi encontró arriba de la cama un sobre extraño. Hacía tiempo que no recibía correspondencia y esa carta...
Casi temblando, aunque ansiosa por los fantasmas que
atravesaban sus pensamientos, la miró por todos lados buscando un dato del remitente.
Nada.
El sello borroneado no pudo indicarle la procedencia. Por poco la rompe al abrir el sobre.
Lisi, No puedo dejar de pensar en vos.
Estoy en Madryn y quiero verte.
Tengo muchas cosas que contarte.
Juan
Abrazada a la carta, Lisi se dejó caer sobre la cama. Juan también pensaba en ella.
Volvieron a su mente, como fotos, los momentos que habían
pasado juntos. Revivió paso a paso la historia de ese amor extraño.
–¿Amor? ¿Será que estoy enamorada, o habrá sido algo del
momento?
–Che, Lisi –Diana y Sofía entraron al cuarto y la encontraron
repantigada sobre la cama, mirando el techo, perdida.
–Ey, nena, ¿qué tenés?
Ella estiró la mano que apretaba el papel arrugado.
–Ay, Dios mío. ¿Cuándo llegó? –Sofía le pasó la carta a Diana que ya estaba al tanto de todo.
–¿Qué vas a hacer?
–Me voy a Madryn.
–¡Estás loca! A ver. Pará. A tus viejos, ¿qué les decís, eh?
¿Y la facu?
Lisi, buscándole la vuelta y hablando con voz zalamera, intentó convencer a su madre para que le permitiera viajar al sur.
–¡No Lisi, primero terminás el año! Y cuando apruebes todas las materias, te vas a Madryn.
Tratando de apaciguar la rabia, Lisi se fue al cuarto. No podía concentrarse en nada. La negativa le cayó como una piedra.
–¿Cómo voy a hacer para esperar tanto tiempo? –se preguntaba, mientras sus dedos inconscientemente se deslizaban sobre un libro, formando rulos y más rulos y más rulos.
–¡Ya sé! Le voy a escribir a Marga reservando una habitación para el verano.
A la mañana siguiente le contó a Sofía sus planes.
–Pero Lisi, todavía faltan muchos meses.
–No importa. Si aviso que voy a estar en verano, de alguna forma Juan se va a enterar. Lo presiento.

XI Entre el deseo y el temor
En el anfiteatro, frente a la playa, Cillaro y Martín miraban un
líquido de color rojo con pintas blancas, en unos tubos de ensayo.
La última luz del atardecer daba en el líquido y lo hacía aún más rojo.
–Es medio inconsciente que estés acá tan temprano, cualquiera te puede ver –dijo Martín, mientras le pasaba uno de los tubos.
–No hay peligro –respondió Juan– a esta hora, fuera de
temporada, ya no pasa nadie por acá. Pero no me contestaste lo que te pregunté.
–Cómo que no. Ya te dije que es un disparate que vayas a Buenos Aires, allí sí que es imposible esconderse. Ni la noche te taparía de la mirada de la gente. Esperá a ver si la carta da algún resultado.
Además, me dejarías colgado en lo mejor del experimento...
–Con la dirección que te dio Marga para que le pudiera mandar la carta, me parece más fácil ubicarla. Busco esa dirección, y listo.
No pienso abandonarte. Una vez que la ubicara y le dijera cuánto la quiero, me volvería enseguida. Además, ya sabés que debo regresar a mi comunidad con los hongos que logré acumular.
–Ay, Juan, qué cabezón.
–Dejame soñar un poco. Quiero aclararle: mirá, así soy yo. Y ella se desmayaría del susto. Tiene que saber la verdad: que la quería volver a ver aunque fuera una vez antes de irme del todo. Qué cosa vos, che, siempre estás ayudando a seres raros.
–Bueno, no soy el único. Vos también.
Se rieron y siguieron comparando las manchas blancas que
aparecían en el líquido rojo. Juan Cillaro le iba señalando las más intensas, y Martín las iba etiquetando. En realidad, guardaba la esperanza de que a Lisi le hubiera llegado la carta.

XII Lisi y Martín se encuentran
Pasaron los meses y Lisi aprobó todas las materias. Ahora podía volver a Madryn.
Ese jueves viajaba con la convicción de que iba a encontrar a Juan.
Llegó a la posada. Márgara, al verla, le dio un abrazo cariñoso.
–¿Qué tal tus cosas, la facultad, tus amigas?
–¡Bárbaro! Todo rebién.
–Bueno. Estás cansada. A ver, acomodate primero. Ya vamos a tener mucho tiempo para charlar.
Después de ordenar todo y darse una ducha, que le quitó el
cansancio pero no las ganas de averiguar, Lisi bajó al comedor a tomar algo. Jugos, risas, tostados, burlas, la recién llegada fue enterándose de a poco de algunas cosas.
– ¡Ahh! ¡Me olvidaba de contarte! Hace unos meses vino el hijode mi amiga (del que te hablé el año pasado), preguntándome dónde vivías, y después, al tiempo, volvió para averiguar si había noticias tuyas. Le contesté que lo único que sabía de vos era que vendrías para esta fecha.
–¿Quién era?
–Martín.
–¿Martín? –repitió extrañada Lisi.
–Sí. ¿No te acordás de él? Cillaro, ¿no? Pero, no creo que yo lo haya visto alguna vez. Sólo conocí a Cillaro…, ¡y a propósito!..., ¿desapareció, nomás?
–Martín me contó…, porque yo le hice la misma pregunta…, que está viviendo en la cordillera.
Lisi quedó muda. 
Sus pensamientos se agitaron: ¿la cordillera? ¡Tan lejos! En eso, una voz de varón la distrajo.
–Hola Marga.
Lisi levantó la cabeza. Acababa de entrar un muchacho. Le
resultaba cara conocida.
–Hola –contestó la dueña de la posada–, casualmente estábamos hablando de vos. Pero ¿no se conocen? Ella es Lisi, viene de Buenos Aires –los presentó Marga.
–Hola. Sí, creo que nos cruzamos un par de veces en la heladería, durante el verano –respondió Martín.
¡Claro! –siguió pensando–, éste era el amigo biólogo del que
Juan me habló la noche del encuentro en las Piedras Blancas, el hijo de la amiga de Marga.
–Estee…, hablando de la heladería…, ese muchacho…, el
heladero…, ¿no trabaja más? –se animó a preguntar, aunque se arrepintió enseguida pues se acordó de que Marga le acababa de decir que se había ido a la cordillera. Pero era lo único que se le había ocurrido para sacar el tema de Juan. 
–¿Juan Cillaro? –respondió Martín–. No, apenas terminó la
temporada se fue para la cordillera. Una zona bastante alejada de acá.
–En vez de tenerla encerrada hablando de la cordillera –
intervino Marga–, ¿por qué no la llevás a pasear un poco?
–Es verdad. ¿Te gustaría dar una vuelta?
–¿Por qué no? –contestó Lisi, con la esperanza de que Martín le contara algo más de Juan.
Al mediodía, Marga fue a hacer las compras. Cuando volvía
cargada con bolsas los vio a los dos, a lo lejos, sentados en el murito, mirando el mar.
–Cómo charlan –pensó–, no pararon en toda la mañana. ¿Les prepararé el almuerzo? ¿O se olvidarán de comer y seguirán parloteando durante toda la vida?
–¿Y cómo es que se conocieron con Juan? –preguntó Lisi.
–Yo estaba en la cordillera. Había ido para buscar un hongo que crece en las partes altas de las montañas. Aunque es un poco más fácil encontrarlo cerca de los cursos de agua donde nacen unas flores muy llamativas: las lágrimas del arroyo y los zapatitos de duendes.
–¡Qué nombres tan lindos!
–Sí, y hay un hongo que los griegos llamaban «sapo de cien
garras», ¡¿qué tal?! Estoy experimentando con ese hongo para frenar una infección entre los elefantes marinos.
–Sapo... ¿dijiste sapo de cien garras? –interrumpió Lisi.
–Sí.
–Ese animal me lo nombró Cillaro aquella noche en las Piedras Blancas –continuó contando ella mientras trataba de recordar algo más de lo escuchado en aquel momento.
–Pero no es un animal. Es un hongo. Lo que pasa es que los
griegos le dieron ese nombre –sonrió Martín viendo la cara de asombro de su interlocutora. Y continuó con su relato:
–Hacía un día que estaba instalado en el puesto y decidí dar mi segunda vuelta. Como a quinientos metros del refugio hay un desfiladero muy peligroso, así que lo crucé con cuidado. De pronto, escuché una especie de re... digo, de queja fuerte, muy fuerte. Me asomé al borde y allí abajo, me pareció ver un cuerpo. Grité, pero nada. No me contestaron. Entonces regresé al refugio a buscar mi equipo de montaña. Luego, tiré la soga por la pared de roca y descendí hasta llegar al cuerpo.
Por suerte, no se había roto ningún hueso. Estaba  desmayado. Tenía varios magullones y la boca reseca, así que le puse agua en los labios y volvió en sí. En cuanto reaccionó lo sujeté como pude y llegamos hasta el puesto. Allí descubrió el montoncito de hongos que yo había juntado el día anterior; enseguida se metió un buen puñado en la boca, lo masticó y después me pidió más agua.
Así nació nuestra amistad. Era Juan Cillaro. Lo conocí en la
cordillera. Si bien no vive allí, viene de vez en cuando a buscar hongos. Según me contó después, es un experto en el «sapo de cien garras», un alimento vital para su comunidad porque les aporta vigor, fortaleza, resistencia. Entonces le conté de mi proyecto: el de salvar a los elefantes marinos dándoles un preparado a base de este hongo. Enseguida se ofreció a ayudarme. Me dijo que él sabía cuáles eran los que traían mayor pigmentación y por lo tanto, mejor poder curativo. Una vez que juntamos bastantes bolsas de hongos y les hicimos el primer proceso de secado, bajamos juntos de la cordillera. Y Juan vino a Madryn. Lo de la heladería fue un poco para disimularlo y otro poco para que él fuera probando los diferentes helados hechos con el hongo.
–¿Para disimularlo? –interrumpió Lisi.
–Digo, para darle un trabajo mientras me ayudaba con el
experimento.
–¿Y cómo va el experimento?
–Va muy bien, ya casi terminamos. La recuperación de los
elefantes está siendo buenísima. Así que, en cualquier momento, Juan rumbea para sus pagos.
–¿Cuáles son sus pagos? –preguntó Lisi con algo de angustia.
–Preguntáselo a él. Justamente de eso él te quería hablar.
Te espera esta noche, en el anfiteatro. Yo te voy a acompañar.

XIII Develación del enigma
Once y cuarto de la noche.
Lisi y Martín buscaron asiento sobre las Piedras Blancas.
Igual que aquella vez, el aire húmedo, iluminado apenas por una semiclaridad.
De pronto, un acompasado retumbar de cascos quebró la
conversación. Martín, inclinando un poco la cabeza para escucharmejor, murmuró:
–Juan. Es él.
–¿Siempre anda a caballo? –preguntó Lisi, y sin proponérselo brotó de su memoria el recuerdo del resonar de cascos de aquella noche tal especial. Pero antes de que Martín respondiera, una sombra surgió recostada contra el filo del acantilado.
Lisi no entendía nada. Martín se puso de pie y ella sólo atinó a sujetar con su mano fuertemente la remera de Martín, mientras iba levantándose de a poco, sin poder creer lo que estaba viendo. Cillaro avanzaba con energía.
En ese momento Lisi sólo pudo gritar:
–¿Juan? –y se estremeció entre la incredulidad y el espanto.
–Sí, Lisi, no te asustes. Soy el que ves, un centauro –fue diciendo mientras se aproximaba hasta quedar frente a ella, a la distancia de un brazo.
–Hola, amigo –dijo Cillaro.
–Hola, fiera –contestó Martín, mientras desprendía su remera de la mano de la porteña y se apartaba de la escena para que ellos pudieran conversar.
–Lisi, sé que no pude explicarte antes, tenía miedo de que no me entendieras.
Lisi, los ojos fijos en Cillaro, sin poder decir nada.
–Aquella noche en que estuvimos juntos charlando en este
mismo lugar, quería aclararte todo, pero no me animé. Perdoname.
Lisi, muda. Por fin, con esfuerzo, se fue animando a decir algo:
–Entonces todo es mentira, ni siquiera te debés de llamar Juan.
Juan es nombre de hombre. Los que son centauros, ¿cómo se llaman?
–Es verdad, lo de Juan es un invento. Me llamo Cillaro, nada más que Cillaro.
–¿Por qué no me lo dijiste todo antes? ¿Por qué te ocultaste tanto tiempo?
–Te lo acabo de decir, no me animé a hablar. Lisi, te quiero con el alma y soñaba con que me quisieras. Pero me di cuenta de que eso es imposible. Vos nunca podrías quererme así como soy. 
–No es verdad, yo..., yo... –un nudo de lágrimas, tristeza y alma irrumpió en su garganta, invadiéndola completamente. No la dejaba hablar.
–¿Vos qué, Lisi? –Cillaro se quedó esperando las palabras.
Entonces sintió que el tiempo se terminaba. Estirando sus brazos hacia Lisi, con sus manos tomó las de ella. Lisi no las retiró. Al contrario. Entrelazó sus dedos entre los de él.
–Lisi, vine a despedirme. Me tengo que ir.
–¿Por qué? –habló Lisi, nuevamente entre sollozos.
–No vivo en la Patagonia. Vivo muy lejos, en las estepas del Asia, en los bosques del norte.
–¿En las estepas de Asia? ¿Y qué hacés acá? –preguntó ella entrecortando con hipos la sorpresa.
–Vine a buscar unos hongos rojos con pintas blancas, como el helado que tanto te intrigaba. En nuestros bosques cada cierto tiempo se debilitan las poblaciones de estos hongos que son nuestro alimento, los necesitamos para vivir. Hace ya muchísimos años descubrimos que acá crecían, y decidimos, en esos períodos de debilitamiento, correr el riesgo de venir a buscarlos. 
–Pero..., ¿cómo supieron que acá existían?
–Ya te conté que en el firmamento todo está escrito. Basta saber descubrirlo.
Lisi parecía no escuchar. Cillaro guardó silencio.
Ella, mirándolo a los ojos, temblándole los labios, le preguntó:
–¿Por qué me escribiste esa carta?
–Necesitaba verte. Decírtelo de frente. Para mí no es lo mismo volver a mi tierra después de haber conocido a una porteñita de mirada especial –sonrió Cillaro, buscando los ojos de ella.
Lisi quebró la distancia. Se acercó. Y se dieron un abrazo. Pero en esta ocasión, por primera vez, se abrazaron de frente. Y se llenaron las caras de lágrimas.
Cillaro comenzó a desentrelazarla de su cuerpo. Sabía que ella no iba a decir nada más y la comprendió. El llanto de Lisi lo sobrecogió.
–Me tengo que ir, Lisi. Cuando pueda, voy a volver. Lo prometo.
Martín me va a encontrar –y diciendo esto, Cillaro terminó de soltar el abrazo-. Te voy a querer siempre.
Y se dio vuelta. Su espalda brilló. Lisi vio su larga cola por
primera vez, y sus patas, más blancas todavía que la enorme luna de esa noche, salieron galopando.
Martín oyó que se alejaba el sonido de cascos y fue hacia el
acantilado donde ella seguía llorando sin poder parar. La abrazó con ternura y le dijo:
–Tranquilizate, Lisi. Algún día Cillaro va a volver.
Ya era de madrugada y continuaban charlando.
En el cielo, la Constelación del Centauro brillaba más que nunca. 
FIN

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