¡INTERCEPTADO!
Los viajes hasta la casa de Sanders se hicieron costumbre. Siempre lo mismo: la mano que se asomaba para recibir el sobre (huesuda, con algo de garra) y luego la caja de cartón atada con cordel amarillo. Nunca un saludo o un comentario amable.
Yo leía siempre los guiones de historietas y las novelas inconclusas que le enviaban a Sanders, y luego estudiaba con mucha atención los objetos enviados por el viejo. Había aprendido que no había una relación directa entre los objetos y las historias, ni siquiera entre los objetos y los finales que estos inspiraban. Sanders actuaba de un modo muy indirecto.
Recuerdo por ejemplo una historia en que Cormack, detective de lo sobrenatural, investiga los ataques que sufren reconocidos especialistas en botánica. El Doctor Caletra recibe de regalo un ejemplar de la planta Pictorica Aquinea, cuyo olor narcótico lo desmaya y casi lo mata. Una hiedra de crecimiento rápido acaba con la vida del gato de Melchor Rancagua. El doctor Janer aparece envenenado por la
espina de una rosa. Cormack investiga y descubre que años atrás los tres científicos habían colaborado en la tarea de echar de la Universidad el Doctor Zack, especialista en plantas venenosas. Hace años que Zack no sale de su casa, hace años que nadie lo ha visto; Cormack va a visitarlo, pero Zack no lo recibe. Entonces, de noche, Cormack trepa la alta pared que rodea la casa y salta dentro del jardín prohibido.
Aquí se interrumpía la historia.
Yo imaginaba que Sanders iba a enviar al guionista una muestra del mundo vegetal: una rama con espinas, la hoja de una planta cargada de leyendas (como la mandrágora o el muérdago) o alguna planta que pusiera en peligro a Cormack (una planta venenosa o carnívora). Sanders, en cambio, había enviado un puñado de sal.
Ese puñado de sal gruesa no tenía ninguna relación con las plantas, ni con la historia, ni con Cormack, y sin embargo le había indicado al guionista el final que contaré a continuación: 
Cormack salta la pared que separa el jardín de Zack del mundo. En lo alto del muro hay vidrios rotos pegados con cemento y el héroe, a pesar de sus guantes, se hace un corte en la mano. Cormack se prepara para saltar sobre lo que, imagina, es un jardín poblado de plantas exóticas y peligrosas, pero cuando pone los pies en tierra…
no hay jardín. Es tierra seca, arenosa, estéril. Ni un yuyo crece en el jardín de Zack. 
Avanza hacia la casa y entonces algo —algo que se parece a Zack— salta a su encuentro. La silueta del atacante es humana, pero en su cuerpo se reúnen cientos de plantas prodigiosas: hay hojas afiladas en su mano derecha, y en la izquierda espinas.
Cormack comprende que Zack es el jardín. La masa vegetal se abalanza contra Cormack, que no puede contra la fuerza de las hojas y las raíces. Cuando está a punto de abandonarse, la herida de su mano empieza a sangrar en abundancia, y esa sangre debilita a su enemigo. Cormack comprende que su sangre es veneno para Zack. El
detective se debilita a medida que la sangre mana, pero así puede vencer a Zack.
Mientras el ser se envenena, las plantas se separan unas de otras, y el enemigo pierde su forma hasta desintegrarse. Cuando el combate termina, es apenas un montón de
tallos cortados y flores marchitas.
—¿Pero por qué el guionista había escrito todo eso a partir de la sal? —le pregunté a mi madre, que sabía mucho de plantas.
—Porque la sal arruina la tierra. Si se echa sal sobre un campo, no crece nada.
—Cuando el guionista abrió la caja y encontró la sal, supo que no debía haber ningún jardín en el terreno de Zack. ¿Es así?
—Sí. Y si el jardín no estaba allí, ¿dónde estaba entonces?
Empezaba a entender el método de Sanders.
Una tarde pasó lo que tenía que pasar: fui interceptado. Cruzaba el parque, hacía mucho frío y los juegos estaban vacíos. Las hamacas se movían levemente, empujadas por el viento, y chirriaban sus cadenas oxidadas. Yo caminaba distraído, sin prestar atención, cuando sentí el empujón. Frené la caída con las manos. Quedé aturdido; cuando miré a mi alrededor vi que alguien se perdía entre los árboles. Me
habían robado la caja.

EL FONDO DE LOS CAJONES
Cuando iba después de las seis a la casa de Sanders, no estaba obligado a pasar luego por la editorial, sino que entregaba la caja al día siguiente. Así que regresé a casa con una resolución: iba a esconder el robo. Si decía que había sido interceptado, me cambiarían de destino, y volvería a subir y bajar escaleras sin salir de la editorial.
Cada vez me parecía más lejano el puesto de dibujante de historietas. Saludé a mi madre, que estaba en la cocina, me encerré en mi cuarto y me puse a pensar qué hacer. Ya no tenía la caja y debía reemplazarla de algún modo. Revolví los cajones de la casa, llenos de esas cosas inútiles que se multiplican sin fin (frascos de remedios, nueces intactas de alguna navidad, dados solitarios y relojes muertos), pero no me decían nada sobre el arte de contar historias; más bien contagiaban una impresión de insignificancia (yo no era todavía un buscador de finales, no sabía cómo hacerlas
hablar).
En la historieta inconclusa —la historieta del final robado—, el cowboy Montana se hospedaba en un hotel de una ciudad que visitaba por primera vez, pero la noticia corría y sus enemigos rodeaban el edificio. Sabían que si alguno de ellos lo mataba, pasaría a formar parte de la leyenda.
Montana miraba por la ventana el lento despliegue de sus enemigos. Calculaba sus posibilidades, y la cuenta le daba cero. 
El cowboy no tenía salida. Yo tampoco.

EL PALACIO DE LOS BOTONES
Mi padre se había ido de casa muchos años atrás y desde entonces mi madre no supo nada de él. Yo casi no lo recordaba; a partir de algunas fotografías me había
inventado recuerdos: una visita al zoológico, un partido de fútbol, una salida de pesca en la que sacábamos un pez gigantesco, que luego regresábamos al mar. Con el paso
del tiempo esos recuerdos se llenaban de más detalles, pero yo sabía que cuanto más perfectos eran, más inventados.
Mi madre mantenía la casa con el sueldo que cobraba en El Palacio de los Botones. Era la más antigua casa de botones de la ciudad; techos altos, un enorme mostrador de madera lustrada, en forma de U, donde atendían el señor Carey, hijo del dueño original, la señora Haydée y mi madre. Ella trabajaba desde hacía diez años en El Palacio de los Botones, pero como el señor Carey había nacido allí y la señora Haydée llevaba medio siglo en el negocio, a mi madre la consideraban «la nueva». 
—Me sorprende que, a pesar de que es tan nueva en el oficio, haya encontrado la caja de los botones perlados número 5 —decía el señor Carey con aprobación.
También para la señora Haydée era una recién llegada:
—Cuidado con las cajas del fondo: a la gente nueva siempre se le caen encima.
Ni el señor Carey ni la señora Haydée habían tenido hijos, así que solo tenían a mi madre para cuidar y regañar.
De vez en cuando yo visitaba El Palacio. Me parecía el lugar más aburrido del mundo.
—¿Cuándo vendrás a trabajar aquí, jovencito? Nunca es demasiado temprano para empezar. El trabajo de vendedor de botones es de los más difíciles del mundo.
Hay que memorizar formas y colores de más de veinticinco mil botones.
En eso de la dificultad, el señor Carey no se equivocaba. Las cajas trepaban hasta el techo, pero lo que estaba a la vista de los clientes no era todo lo que había: los botones continuaban en el depósito, detrás de una cortina azul. Los clientes, en general mujeres, entraban con el botón en la mano, buscando dos, tres, cuatro que fueran iguales, y mi madre, después de estudiar el botón, trepaba a una escalera de madera para alcanzar la caja adecuada. Si mi madre no reconocía la pieza, lo que ocurría muy de tanto en tanto, se la pasaba a la señora Haydée, que mordía el botón ligeramente, y luego partía en su busca. Pero el gran momento llegaba cuando tampoco la señora Haydée reconocía el botón, y se lo pasaba al señor Carey. Esto
ocurría solo dos o tres veces por año, y entonces en el negocio, habitualmente lleno de señoras que parloteaban, se hacía un grave silencio. Carey miraba, palpaba, olía el
botón y luego partía hacia el fondo. Al regresar, parecía derrotado, pero era solo un poco de teatro; como un mago, mostraba de pronto, en su palma abierta, los botones
idénticos, el tesoro hallado. Todos aplaudían. 
A veces el señor Carey regalaba a mi madre piezas raras; entonces mi madre cambiaba los botones comunes y corrientes de mis camisas y abrigos por anclas plateadas, botones laqueados, discos que brillaban en la oscuridad. Yo protestaba porque no quería llamar la atención, pero mi madre me interrumpía:
—Los botones son el único lujo que nos podemos dar.
Después de que me interceptaran fui a El Palacio de los Botones para tratar de dar con algo que pudiera llevar de parte de Sanders. Le expliqué al señor Carey el problema, y me indicó que fuera al fondo, donde se guardaban, en grandes cajas de madera, botones sueltos, piezas únicas.
—Ese es el rincón de nuestras rarezas. Los botones para los que ya no existen abrigos en el mundo.
Hundí las manos entre las piezas y revolví bien hasta dar con uno dorado, chato, que me gustó. También busqué hasta dar con una caja parecida a las que enviaba Sanders, y puse en ella el botón. Esperaba que en la editorial no notaran la diferencia.
Y de hecho, en los días siguientes, nadie me reclamó, ni me regañó. Dos semanas después apareció la revista con la historia completa.
Cuando Montana está ya desesperado y a punto de escribir su testamento —algo bastante inútil, porque sólo tiene para legar sus pistolas y su caballo— entra un botones a la habitación. A pesar de su cargo, es un hombre entrado en años, con la espalda encorvada de tanto subir y bajar valijas. Montana le dice que ha caído en una trampa, y le señala, a través de la ventana, a los hombres que lo acechan con sus
armas cargadas. El otro, calmo, le responde: 
—Hay una trampa, sí, pero no es usted el que ha caído en ella, sino los otros. 
Usamos este hotel para atraer a los malhechores. Invitamos de tanto en tanto, con alguna excusa, a un pistolero  legendario, como usted, o a un gran jugador de póker,
para que los delincuentes de la zona vengan a robarle o a matarlo. Entonces sacamos nuestras armas: el cantinero, el pianista, yo, Lucy, que es la chica que canta en el bar,
algunos hombres del pueblo.
Montana no puede creer en la historia, hasta que oye los primeros tiros. Los que rodeaban el hotel caen como moscas. El viejo botones, que había salido a la calle
armado con un fusil, entra en la casa, malherido. Montana se arrodilla ante él. Antes de morir el viejo botones le dice:
—Igual, ya estaba cansado de subir y bajar el equipaje.
Yo me maravillaba de que nada hubiera salido mal: de que nadie se hubiera enterado de la sustitución de la caja robada. La siguiente vez que me tocó ir a la casa
de Sanders, lo hice sin miedo. Pensaba que él no tendría modo de averiguar que yo había puesto otro objeto en lugar del suyo.
La puerta se entreabrió, como siempre, pero cuando le tendí el sobre, nadie lo tomó.
—¿Señor Sanders? ¿Está usted allí?
Alargué el brazo para ver si Sanders se decidía a tomarlo. Cuando ya había pasado el codo, sentí que una mano de pájaro me aferraba la muñeca y me tiraba hacia adentro.

continuará...

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