SANDERS

Era alto y huesudo. Era viejo. Nada raro que su mano me hubiera parecido una garra: todo él tenía algo de pájaro. Vestía un traje ajado, una corbata negra, deshilachada.

Me confesaría después que compraba su ropa en el Ejército de Salvación:

—Prefiero la ropa usada. Así no tengo que andar sacando etiquetas ni alfileres.

No sé cuánto ganaba como buscador de finales, pero en el vestuario no se iba su fortuna.

—¿Dónde las tiene? —pregunté.

—¿Dónde tengo qué?

—Las cosas.

—No son cosas. Son finales. Si se tratara de poner cualquier cosa en una caja, lo primero que uno encuentra en uno de esos cuartos y altillos apestosos donde las familias vulgares guardan sus recuerdos para tenerlos ahí encerrados y no recordarlos nunca más, entonces cualquiera podría hacer el trabajo. Hasta un niño estúpido.

Me hizo sentar frente a una mesa en la que había una botella de vino, un vaso y un mazo de cartas. El mazo, en realidad, estaba formado por cartas de mazos distintos. Empezó un solitario que, para mí, no tenía mucho sentido.

—Leí el final de Montana. El hotel trampa. No era mi final. Había una distancia.

—La imaginación de los guionistas es imprevisible.

Golpeó la mesa con furia. Las cartas saltaron.

—¡Lo único imprevisible es su descaro! ¡Engañarme a mí, a Sanders, al buscador de finales! Sin mentiras: dígame qué pasó.

—Fui interceptado.

—¿Y no lo confesó?

—Tenía miedo de terminar como cadete interno. De piso en piso. A mí me gusta salir.

—¿En serio le gusta salir, ir por la calle, ver la cara de la gente, venir acá?

—Me gusta ir a cualquier parte. También aquí.

Se quedó unos segundos cavilando.

—¿Y entonces? ¿Qué puso en la caja?

Describí el botón dorado, brillante, pulido. Un espejo redondo.

Sanders se sirvió un vaso de vino.

—Otros lo intentaron antes, pero les salió mal. Los guionistas se dieron cuenta. Pero esta vez ellos no lo notaron, lo que significa que usted tiene algo de intuición.

No la suficiente: hay que pulirla, trabajarla. Mientras tanto, lo pondré a prueba.

—¡A prueba! —grité, imitando involuntariamente al jefe de cadetes.

Me miró con extrañeza.

—¿Siempre da esos gritos, así de repente? Escuche bien: no me va a venir mal un asistente. No es que esté viejo, pero… Venga el jueves.

—¿A la tarde?

—A la noche. Los finales siempre se buscan de noche.

OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS

Mi madre me      despertó al día siguiente con el uniforme ya remendado. Lo dejó, lavado y planchado, sobre la silla de mi cuarto. Antes de salir dijo la frase temible:

—Además, tuve que cambiarle los botones.

Decidí levantarme de una vez, para saber a qué iba a tener que enfrentarme: los anteriores botones, sobrios y grises, habían sido reemplazados por soles dorados.

—Mamá, no puedo ir al trabajo con esos…

Mi madre me interrumpió: no acostumbraba a discutir sus decisiones sobre botones:

—Hablando de trabajo, el señor Carey te ofrece un empleo en el depósito. Para poner orden en ese lío.

—Vamos, mamá. No existe en el mundo un sitio más ordenado que el depósito del señor Carey.

—¡Pero el otro día apareció un botón de camisa en la caja de los botones forrados! Al señor Carey casi le da un ataque al corazón.

—No puedo, mamá. Ya tengo un trabajo.

—Pero ese trabajo te obliga a estar en la calle. El frío, la lluvia, los automóviles…

—Me gusta mi trabajo. Además el señor Sanders me ha pedido que me convierta en su asistente.

—Eso está muy bien. Suena mejor asistente que cadete.

Todos los días eran agotadores: primero el colegio, luego la editorial y subir y bajar escaleras con guiones, con fotos, con colecciones de revistas viejas. Llegué a la casa de Sanders con la esperanza de que el viejo cancelara su invitación. Pero apenas golpeé el buscador salió con un manojo de llaves.

—Nos vamos.

—¿A dónde?

—A buscar un final. Dos finales en realidad; uno para una historia de amor, otro para un naufragio.

—Pensé que encontraríamos los finales en su casa.

—¿En mi casa? ¿Cómo voy a tener finales en mi casa?

Yo había abierto las cajas y no había encontrado nunca nada que no pudiera encontrarse en cualquier casa.

—Pensé que sacaba las cosas del fondo de los cajones.

—Las cosas no se pueden sacar de cualquier parte.

Caminamos por una avenida. Él se protegía de la lluvia con su gran paraguas negro; yo me mojaba.

Habremos caminado unas doce cuadras. La lluvia no cedía. Llegamos a un edificio gris, pintado con paciencia por los años y el hollín. En lo alto colgaba una bandera desteñida. En una deslucida placa de bronce, leí: Oficina de Objetos Perdidos.

Sanders ya había sacado de su bolsillo un manojo de llaves y estaba abriendo la puerta. Sentí el frío de los lugares deshabitados. Encendió la luz y los tubos fluorescentes empezaron a zumbar e iluminaron lo que parecía un gran depósito. Los estantes trepaban hasta el techo. También había largas mesas de madera. En los estantes había toda clase de cosas: paraguas, zapatos, maletines, libros, máscaras de carnaval, máquinas fotográficas. Todo era viejo.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Aquí se reunían todas las cosas que se perdían en la ciudad. En los asientos del tren, en las butacas de los cines, en los bancos de las plazas: todo lo que no tenía dueño venía a parar aquí. Cuando uno dejaba olvidado un libro en el vagón de un tren, venía acá a ver si estaba.

—Pero ya no se usa más.

—No. Al final terminaron por cerrar la Oficina. Desde entonces es toda para mí. —Sanders miraba a su alrededor como si se tratara de un palacio, y no de un edificio deprimente y helado—. Hace un cuarto de siglo que vengo a buscar mis finales. Porque solo sirven como finales las cosas perdidas, las cosas que llegan por casualidad.

Mientras yo recorría la planta, Sanders hacía su trabajo. No caía en trance ni se dejaba arrebatar por espíritus; se limitaba a pasear entre las mesas y los estantes como si mirara aquellas cosas por primera vez. Para la historia de amor eligió un disco de pasta que parecía muy rayado; para la otra historia —El naufragio del Capitán Corti — eligió una oxidada lata de té.

—Rápido —lo elogié.

—Siempre trabajo rápido —me respondió con su habitual mal modo—. El frío se siente en los huesos. Y en verano el sol pega sobre el techo de cinc y esto se convierte en un horno. Además hay murciélagos.

Caminamos juntos un par de cuadras en silencio y luego nos despedimos.

LOS NÚMEROS ESPECIALES

A partir de entonces, Sanders empezó a permitirme que de vez en cuando lo acompañara. Seguía trabajando en la editorial, pero alguna noche, luego del trabajo, iba con él a la Oficina de Objetos Perdidos.

—En vez de mirar lo que hago debería buscar armas para defenderse de los interceptadores.

—No veo ningún arma —dije. Pensaba en rifles de aire comprimido, honderas, arcos y flechas.

Tomó un paraguas automático.

—Es lo que más abunda en las Oficinas de Objetos Perdidos de todo el mundo. Con una pequeña transformación quedan convertidos en armas mortales.

Sanders buscó una pinza y se puso a trabajar en un viejo paraguas. Luego hizo una demostración. Oprimió el botón y la parte superior del paraguas pasó volando sobre mi cabeza. Prometí que llevaría siempre un paraguas así conmigo. No cumplí.

Llegó el invierno y Sanders se enfermó, justo en el momento en que el material se acumulaba. En los meses de frío las ventas subían bruscamente, porque abundaba la gripe, muchos estudiantes iban a parar a la cama, y los padres les compraban revistas para que no molestaran. Cuando subían las ventas el director de la revista se reunía con sus colaboradores y alguien levantaba la mano y decía:

—Hora de hacer un número especial.

Y hacían un número especial de ochenta páginas, debido al cual los guionistas y los dibujantes y los cadetes y el señor Sanders debíamos trabajar horas extras.

Sanders estaba con fiebre, en cama, y me dijo:

—Creo que deberá ir solo a la Oficina.

Y fui solo, en medio de la noche. Los ruidos de los murciélagos me sobresaltaban. Pensé en las historias que me tocaba concluir y elegí los objetos que me parecieron adecuados: una vieja guía de la ciudad, una taza de porcelana, un guante negro.

Los números especiales salieron en la fecha prevista y Sanders me felicitó. No fue una felicitación común, pero yo lo tomé como si lo fuera. Miró las revistas publicadas y dijo:

—Bien.

No hubo ninguna otra ceremonia, pero yo sabía que había sido aceptado como buscador de finales.


PACIENCIA

Que yo supiera, Sanders no se veía con nadie de la editorial (ni del mundo), pero de algún modo se comunicaba con el señor Libra, el dueño, porque yo noté que me empezaban a tratar mejor. Ya no me encargaban otros trabajos, solo las visitas a la casa de Sanders. A veces el viejo me hacía advertencias misteriosas:

—No hable de las búsquedas en la editorial. Hay muchos informantes pagados por la Agencia.

—¿Qué agencia?

—Agencia Últimas Ideas. Mis rivales. ¿De dónde piensa usted que salen los interceptadores? De la Agencia misma. Ellos se han ido apoderando de todo. Buscan finales para todas las otras editoriales, para las películas. Serían dueños de todos los finales si no fuera por la Editorial Libra, que sigue confiando en mí. El dueño, Jacobo Libra, era mi compañero de banco en la escuela primaria, y ya en ese entonces yo le buscaba los finales para sus redacciones y sus cartas de amor.

—¿Usted sólo busca finales para la editorial?

—No, también para Salerno, el escritor. Marcos Salerno, imagino que lo conocerá. Una vez por año paso por su oficina, me entrega el manuscrito y le entrego su final. Hemos hecho así por años. Pero hace ya un tiempo que no escribe nada.

Ahora que ayudaba a Sanders, el trabajo se hacía más rápido, y de pronto me encontraba con dos o tres días en los que no se necesitaba ningún final. Uno de esos días, el jefe de cadetes me hizo un encargo fuera de mi recorrido habitual: debía llevar una encomienda a una dirección en el centro. El encargo me alarmó, porque me había creído fuera del circuito de los cadetes. Era uno de esos viejos edificios de oficinas con una galería en la planta baja que cruzaba la manzana. Había mucha gente esperando el ascensor —funcionaba solo uno— así que subí por las escaleras hasta el tercer piso. Con asombro descubrí un cartel con el dibujo de una lamparita y el nombre de la empresa: Agencia Últimas Ideas.

Empujé la puerta de vidrio. Cuando dije que venía de la Editorial Libra la secretaria me hizo pasar a una oficina. Sentada frente a un escritorio había una mujer que llevaba un alto peinado fijado con spray. Su escritorio estaba lleno de planillas y de vasos de papel con restos de café. En un cartelito estaba su nombre:

PACIENCIA BONET DIRECTORA GENERAL

—Pase, señor Brum.

—¿Cómo sabe mi nombre?

Tomó la caja que yo traía y la tiró por la ventana sin ver qué había dentro.


—No ponga esa cara. Les pedí que pusieran cualquier cosa en el paquete. La cuestión era que usted viniera hacia aquí.

—Pero la gente de la calle…

—Las posibilidades de que uno le acierte en la cabeza a alguien son remotas. Créame: tiro cosas todos los días. A veces hasta me deshago de muebles a través del sencillo trámite de tirarlos por la ventana.

Me tendió la mano. Yo me saqué los guantes, porque sabía que era de mala educación dar un apretón de manos enguantado. Entonces sentí la peor descarga eléctrica de mi vida. Ella, que no había sentido nada, se rió con ganas.

—Siempre tuve carga negativa. Y en exceso. Mi marido, una vez, justo cuando estaba subido a una altísima escalera, tuvo la mala idea de pedirme que le alcanzara una lamparita. No se había puesto guantes para hacer el trabajo y me rozó la mano. Ay… antes de que mi marido se viniera abajo, la lamparita se encendió en mi mano. ¿Puede creerlo?

—¿Y su marido?

—A pesar de mi juventud soy viuda, señor Brum.

Nos sentamos, mientras me frotaba la mano chamuscada.

—Vamos al punto. Quiero que trabaje para mí.

—Ya tengo trabajo.

—En la editorial cobra muy poco. Y Sanders no le está pagando nada.

—Estoy aprendiendo.

—El método Sanders no sirve de nada. No es científico. Yo confiaba en que el viejo aguantara un par de meses más y luego renunciara. Pero ahora que lo tiene a usted… es como si hubiera recuperado las fuerzas.

—¿Por qué le preocupa tanto Sanders? Él apenas trabaja con la Editorial Libra…

—Y con Salerno, no se olvide. Es el escritor más famoso de la ciudad, y le sigue encargando los finales a Sanders. ¿De qué sirve nuestro prestigio, nuestro método científico, si no tenemos a Salerno? Y no hay modo de convencerlo: los viejos son muy apegados a lo que ya conocen, no quieren saber nada de experiencias nuevas… Venga conmigo.

Abrió una puerta y me encontré con lo que parecía la redacción de un periódico. Separadas por mamparas, encerradas en cubículos, había decenas de personas trabajando. Escribían a máquina, hacían cuentas, consultaban mapas, guías de la ciudad, planillas, hablaban por teléfonos negros. Algunos hacían las cuentas con los dedos, otros usaban calculadoras o ábacos.

—Se supone que buscan finales. ¿Por qué hacen cuentas?

—Yo desarrollé el método Bonet. ¿Ha oído hablar de él?

Negué con la cabeza.

—Es un procedimiento científico para averiguar el final adecuado para una historia. Consiste en encontrar el coeficiente de la historia, que es un número. Puede ser el 417, por ejemplo, o el 10.032. Ese número es el alma de la historia. Y a ese número le corresponde un final equis.

—¿Y cómo se llega a ese número?

—A través de operaciones matemáticas. Todos los elementos de una historia cuentan: unos suman, otros restan. Tomemos un ejemplo famoso: Caperucita. A mí me gusta mucho la historia de Caperucita porque yo, a pesar de que ya soy mayor de edad, aunque no se me note, y a pesar de mis contactos con las altas esferas del poder, soy en el fondo una niña inocente que trata de llegar al otro lado del bosque.

En una hoja anotó lo siguiente:

El bosque: 70.

El lobo: 18.

Color rojo: multiplicar por dos. Abuelita: 1.

Hubo otros elementos más que no llegué a leer, pero al final:

—Por cinco, dividido 3… 421.

Una vez que tuvo el número, la señora Bonet consultó un libro de tapa negra en cuya portada se leía: Manual Universal de Finales, por Paciencia Bonet. Pasó las páginas con prisa:

—Aquí está el final que buscábamos: «Y fueron felices y comieron perdices». Y sin necesidad de pasar frío entre objetos perdidos.

—¿Todo ese método para llegar al típico final feliz?

—¿Feliz? No para las perdices.

Paciencia Bonet me acompañó hasta la puerta.

—No le pido que tome una decisión ahora. Pero si no me llama en un par de días, tal vez decida arrebatarle al viejo Sanders su Oficina de Objetos Perdidos. Ya sabe — señaló el techo— tengo mis contactos en las altas esferas… No me haga esperar mucho, no confíe en mi nombre. Somos tres hermanas y mi padre decidió ponernos de nombre las tres cosas que hacen falta en la vida: Plata, Salud y Paciencia. Pero se equivocó con las tres: Plata es pobre, Salud vive enferma y yo, señor Brum, soy muy impaciente. 



UN CUADERNO AMARILLO

Decidí no decirle nada a Sanders de mi visita a la agencia, ni de la amenaza de Paciencia Bonet. Tenía miedo de que el viejo, asustado por la posibilidad de que desapareciera el lugar de sus tesoros, me impidiera seguir. Pero cada día estaba tan lleno de cosas nuevas como de botones la tienda del señor Carey. Y acabé por olvidar la amenaza.

El día que empezaba el invierno, el señor Sanders me recibió de traje y corbata.

Olía a naftalina.

—Hoy es un gran día, muchacho. Vas a conocer a Marcos Salerno.

Durante medio siglo Salerno había publicado una novela por año y, a pesar de que a veces sus libros eran difíciles de leer, todos los leían. Era famoso por sus finales, sorpresivos pero a la vez tranquilos y melancólicos. A los lectores les daba tristeza que el libro terminara. En todos esos finales había sido auxiliado por Sanders, su viejo amigo.

La particularidad de Salerno era que escribía sus libros en cuadernos escolares. Elegía siempre los mismos, marca Greco. Tenían 48 hojas, tapa dura, y una cubierta del llamado «papel araña». Salerno tenía muy buena letra e insistía en que sus libros imitaran a la exactitud sus cuadernos, de tal manera que quien tomara uno de sus libros encontraba un texto escrito a mano, que parecía un borrador. Los lectores tenían la ilusión de tener en sus manos un original de Salerno. Cada año, los libroscuadernos de Salerno llevaban un color distinto. Todo esto me lo contaba Sanders en el camino. Yo sabía mucho de historieta, poco de libros.

—¿Y ahora tiene que buscar un final para Salerno?

—Así es. Pero este no es cualquier final, no es uno más de sus libros. En primer lugar, hace dos años que no entrega un manuscrito a la imprenta, por lo que se espera su nuevo trabajo con mucha excitación. Pero además Salerno lanzará su nueva obra en un cuaderno vacío.

—Entonces nadie lo va a leer…

—Vacío a primera vista… porque la editorial utilizará tinta termosensible. A medida que el cuaderno sea expuesto a la luz se va a llenar de letras. Y de letras que corresponden a la caligrafía de Salerno.

Llegamos caminando a lo que parecía una vieja librería. Estaba casi enfrente de El Palacio de los Botones, así que entré velozmente, para no correr el riesgo de que me vieran ni el señor Carey ni Haydée ni mi madre, que me detendrían con su charla interminable. Al entrar en la librería casi tiro al suelo al señor Sanders, que trastabilló.

—¡Más cuidado, muchacho!

En la librería solo había cuadernos, que eran en realidad los libros de Salerno.

La dueña de la librería, la señora Greco, heredera de los mayores fabricantes de cuadernos de la ciudad, llevaba hasta tal punto su fanatismo por la empresa familiar, que para recibir visitas se ponía vestidos cuya tela repetía el diseño arácnido de los cuadernos.

—Señor Sanders, qué alegría tenerlo por aquí —dijo la señora Greco—. Salerno lo está esperando.

—Me llama la atención su vestido, María Rosa —dijo Sanders—. ¿No la asustan las arañas?

—Es que, en materia de cuadernos, no hay mucho para elegir. O me visto con arañas o con renglones.

Pensé que íbamos a pasar a un gran salón, pero la señora Greco nos llevó a un comedor diario. Ahí estaba el viejo escritor, abrigado con varias capas de pulóveres y bufandas. No se apartaba de las hornallas, en las que silbaba una pava.

—Hace un frío espantoso —dijo Salerno.

—No me parece que haga frío —le contesté.

Sanders me señaló y dijo, a modo de presentación:

—Este impertinente es mi ayudante.

—¿Ayudante? Ay, Sanders, lo va a necesitar. He oído rumores.

—¿Qué rumores?

—Venga, acérquese al fuego. Usted es un muchacho grande como yo, el frío nos hace mal. La Oficina de Objetos Perdidos va a ser demolida. En su lugar el gobierno construirá la Secretaría de Terrenos Baldíos.

Sanders no le dio importancia al asunto.

—Ah, si es por eso, no se preocupe. Todos los años amenazan con lo mismo.

—Pero esta vez… ¿usted podría trabajar en otro sitio?

—Ya estoy viejo, tengo mis manías. Cuando llegue la topadora, abandono el oficio.

Salerno le tendió un cuaderno escrito a lápiz. El cuaderno tenía las tapas amarillas. Papel araña.

—Voy a ponerme a trabajar ya mismo… —dijo Sanders. Iba a guardar el cuaderno cuando Salerno lo retuvo:

—Esta no es una historia más. Este cuaderno es muy importante para mí. Hace tiempo que no escribo nada, y como eran tan fuertes los rumores… le pedí también un final a la Agencia.

Se hizo un silencio tan absoluto que hasta la pava dejó de silbar. Sanders no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Usted le pidió un final a la Agencia? ¿A Paciencia, a esa bruja aritmética que ha hecho todo lo posible por acabar conmigo?

—No quiero ofenderlo. Lo hice por las dudas. Por si demolían la Oficina de Objetos Perdidos.

—¿Y cuál usará?

—El mejor.

Sanders tomó el cuaderno en sus manos. Lo estudió. Durante unos segundos, pensé que se lo iba a devolver.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

—Una semana. Hay tiempo hasta el otro viernes, a medianoche.

—En una semana tendrá aquí el mejor final.

—No quiero el mejor. Quiero el más apropiado.

El escritor le tendió la mano. Sanders, ofendido, no aceptó el saludo. Salimos de la casa. Sanders parecía tan furioso que no me animé a hablarle hasta después de un buen rato.

—¿Y si los rumores son ciertos? —le pregunté.

—Entonces deberíamos ir ahora mismo a la oficina. Pero estoy cansado.

Nos despedimos. Me di vuelta para ver a Sanders, que se alejaba con un paso demorado por la tristeza y la frustración. El cuaderno amarillo era lo único que brillaba en el día gris.


LOS OBJETOS PERDIDOS SE PIERDEN DE VERDAD

Al día siguiente Greve, el jefe de cadetes, me recibió con estas palabras:

—Me parece que pronto volverá a subir y bajar escaleras.

—¿Sanders me echó?

—Circulan rumores de que Sanders ya no cuenta. El dueño de la editorial va a contratar a la Agencia.

Greve parecía feliz con el cambio. Seguro que era uno de los agentes de Paciencia Bonet.

Me apuré a ir a la casa de Sanders, para saber si los malos augurios de Greve tenían algo de cierto. Pero el viejo estaba perfecto, saludable, y con más energías que de costumbre.

—A la oficina —dijo, y empezó a caminar con paso tan rápido que me costaba seguirlo.

A las dos cuadras el polvo que flotaba en el aire me hizo estornudar. A los cien metros vi las topadoras, ahora inmóviles bajo la llovizna, cansadas después de haber trabajado todo el día. Del edificio no quedaban más que escombros. Construir una casa lleva mucho tiempo; tirarla abajo, un rato. Miré a Sanders, que estaba impasible. —La culpa es mía.

—¿Suya?

—No se lo dije. Paciencia me llamó. Me dijo que, si no me iba a trabajar con ella, demolería todo. No le dije nada, tenía miedo de que usted me echara.

—No se preocupe —dijo el viejo. Siempre parecía furioso, ahora que había un motivo para estarlo, hablaba con suavidad—. Lo hubieran hecho de todos modos. La agencia tiene redes poderosas.

De regreso, me detuve en un puesto de diarios. En primera página se leía: «DUELO DE BUSCADORES: PACIENCIA Vs. SANDERS».

—¿Duelo? —se preguntó el viejo—. Más bien va a ser una ejecución.

Una vez en su casa, me sirvió un té.

—No nos van a servir ni mis objetos perdidos ni sus botones. Habrá que pedir ayuda.

—¿A quién? —pregunté—. Nadie más sabe de estas cosas.

Sanders dio un sorbo a su taza. Le costaba decir lo que tenía que decir.

—Al único que nos puede ayudar. Mi viejo amigo, mi viejo adversario.

Buscó en la biblioteca un recorte de diario que estaba entre las páginas de un libro. Era una foto de un hombre disfrazado de chino, con las ropas lujosas de un mandarín, bigotes finitos y un bonete alto. Al pie de la foto decía: Míster Chan-Chan, adivinador de finales.

—Ese era el nombre con el que actuaba en los teatros cuando lo conocí. Hacía un espectáculo junto con un hipnotizador, un tal Arenas, y unas bailarinas. Los menores tenían prohibida la entrada.

—¿Y cuál es su verdadero nombre?

—Julio César Molinari. Pero decir el nombre verdadero de un artista es difamarlo. El arte es un sueño de máscaras y nombres inventados.

Existía una esperanza; las esperanzas nos ponen impacientes.

—¿Y vamos a verlo ahora?

—¿Ahora? No, vive lejos, en Finlandia.

Justo estaba estudiando en el colegio los países nórdicos, así que quise lucirme.

—Finlandia es un país de la península nórdica, que limita con…

—Sí, sí, todos los países limitan con algún otro. De todas maneras, mi inexperto Atlas, no vive en esa Finlandia, sino en Finlandia Sur. Está a quinientos kilómetros de aquí. Yo no puedo ir.

—¿Por qué?

—Tengo la entrada prohibida. Soy un buscador de finales. Hace un cuarto de siglo que en Finlandia Sur todo aquello que tenga que ver con finales está prohibido.

Así que el que tendrá que hacer el trabajo… es usted. Nunca había viajado solo a ninguna parte. Además… —¿Yo? Ni siquiera conozco la historia de Salerno.

Sanders me tiró el cuaderno amarillo, que brilló en el aire, antes de caer en mi cabeza.

—¿Y cómo lo busco?

—Una vez me mandó una carta que no decía casi nada. Adiós, o algo así. Pero estaba escrita en una hoja de papel con el membrete del Hotel Las Nubes, de Finlandia Sur. No sé si seguirá existiendo.

continuará ...

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ultima publicación

Bienvenidos